LA
FUNCIÓN DE LA MENTE
Cuando observamos nuestra propia mente,
observamos no sólo los niveles de la mente llamados superficiales, sino
también lo inconsciente; vemos lo que la mente hace en realidad. Esa es la
única manera de poder investigar el problema de la vida, el problema del
"yo". No habremos de sobreponerle lo que ella debiera hacer, como debiera
pensar o cómo debiera actuar, y lo todo lo demás. Eso equivaldría a hacer
meras afirmaciones. Esto es, si decimos que la mente debería ser esto o no
debería ser aquello, entonces suspendemos toda investigación y todo
pensar; o si citamos alguna autoridad superior, igualmente dejamos de
pensar. Si citamos a Buda, o a Cristo, o a fulano, zutano o mengano, con
ello termina toda búsqueda, todo pensar y toda investigación. Es preciso,
pues, guardarse de ello. Debemos dejar de lado todas estas sutilezas de la
mente, si deseamos investigar este problema del “yo”.
Para descubrir la función de la mente
debemos saber qué es lo que la mente hace en realidad. Toda la mente es un
proceso de pensar. Si no hay pensamiento no interviene la mente. Mientras
la mente no esté pensando consciente o inconscientemente, no hay
conciencia. Tenemos que descubrir qué hacen, con relación a nuestros
problemas, la mente que empleamos en nuestra vida diaria y asimismo la
mente de la cual la mayoría de nosotros no somos conscientes. Debemos
mirar la mente tal cual es y no tal como debiera ser.
Ahora bien, la mente es en su
funcionamiento un proceso de aislamiento. Ella es aislamiento,
fundamentalmente. Eso es el proceso del pensamiento, división y
aislamiento. Es el pensar en forma aislada, que sin embargo, sigue siendo
colectiva. Cuando observemos nuestro propio pensar, veremos que es un
proceso aislado, fragmentario. Pensamos conforme a nuestras reacciones
‑las reacciones de nuestra memoria, de nuestra experiencia, de nuestro
conocimiento, de nuestra creencia. Ante todo eso reaccionamos. Si yo
escribo que debe haber una revolución fundamental, tu reaccionas de
inmediato. Pondremos reparos a esa palabra “revolución” si tenemos fuertes
intereses creados, espirituales o de otra índole. Nuestra reacción
depende, pues, de nuestros conocimientos, de nuestra creencia, de nuestra
experiencia. Ese es un hecho evidente. Hay diversas formas de reacción.
Decimos “debo ser fraternal”, “debo cooperar”, “debo ser amigable”, “debo
ser bondadoso”, etc. Pero todo esto son simplemente reacciones; aunque la
reacción fundamental del pensar es un proceso de aislamiento.
Cada uno de nosotros estamos vigilando el
proceso de nuestra propia mente; lo cual significa que observamos nuestra
propia acción, creencia, conocimiento, experiencia. Todo ello brinda
seguridad. Brinda seguridad al proceso del pensar, le da fuerza. Ese
proceso no hace sino vigorizar el “yo”, la mente, el ego, sea que le
llamemos superior o inferior. Todas nuestras religiones, todas nuestras
sanciones sociales, todas nuestras leyes son para apoyo del individuo, del
“yo” individual, de la acción separativa; y en oposición a eso está el
Estado totalitario. Si ahondamos más en lo inconsciente, ahí también está
en acción el mismo proceso. Ahí somos lo colectivo influido por el
ambiente, por el clima, por la sociedad, por el padre, la madre, el
abuelo. Ahí está asimismo el deseo de afirmar, de dominar como individuo,
como el “yo”.
La función de la mente, tal como la
conocemos y a diario funcionamos, es pues un proceso de aislamiento. Casi
todos buscamos la salvación individual, o deseamos ser alguien en el
futuro; quizás deseemos en esta misma vida llegar a ser grandes hombres,
grandes escritores. Toda nuestra tendencia es la de estar separados. La
mente no puede hacer algo que no sea eso. Resulta imposible para la mente
no pensar de modo separativo, como encerrada en sí misma,
fragmentariamente. Eso es imposible. De modo que adoramos la mente; la
mente es importante en extremo. Todos sabemos cuánta importancia ganamos
en la sociedad a mínima que somos astutos, alertas, y tenemos un poco de
información y conocimientos acumulados. Hemos visto el culto que rendimos
a los que son intelectualmente superiores, a los abogados, profesores,
oradores, grandes escritores, a los que explican y exponen. Hemos
cultivado el intelecto y la mente.
La función de la mente es ser separada; de
otro modo nuestra mente no interviene. Habiendo cultivado este proceso
durante siglos, hallamos que no podemos cooperar; sólo somos impulsados,
compelidos, movidos por el temor, por la autoridad, ya sea económica o
religiosa. Si ese es el estado existente, no sólo en el nivel consciente
sino también en los niveles más profundos, en nuestros móviles, nuestras
intenciones, nuestros empeños, es imposible que pueda haber cooperación.
Así no puede haber inteligente unión para hacer nada. Como la genuina
cooperación es casi imposible las religiones y partidos sociales
organizados imponen al individuo ciertas formas de disciplina. La
disciplina se vuelve entonces imperativa para reunirse y hacer cosas
mancomunadamente.
Hasta que comprendamos cómo ir más allá de
este pensar egocéntrico, de este proceso de dar énfasis al “yo”, a lo mío,
en forma colectiva o en forma individual, no tendremos paz; tendremos
constantes conflictos y guerras. Nuestro problema es poner fin al proceso
separativo del pensamiento. Pero el pensamiento, que es
el proceso de verbalización y de reacción, no
puede destruir el “yo”.
El pensamiento no es nada más que
reacción; el pensamiento no es creativo. Y, desde luego, el pensamiento no
puede poner fin a sí mismo. Cuando mi línea de pensamiento es ésta: “debo
disciplinarme”; “debo identificarme”; “debo pensar con más propiedad”;
“debo ser esto o aquello”, el pensamiento se fuerza a sí mismo, se
disciplina, se impele a ser algo o a no ser algo. Pero esto sólo es un
proceso de aislamiento. No es, por tanto, la inteligencia integrada que
puede funcionar como un todo, y de la cual tan sólo puede provenir la
cooperación.
Pensamos que la disciplina acabará con el
pensamiento que es aislado, fragmentario
y parcial, pero esto no es así.
Debemos examinar el
proceso de la disciplina que es tan sólo un proceso de pensamiento en el
que hay sujeción, represión, control, dominación; todo lo cual afecta lo
inconsciente, que se impone más tarde, a medida que envejecemos. Habiendo
ensayado en vano la disciplina durante tanto tiempo, debemos haber hallado
que la disciplina, evidentemente, no es el proceso para destruir el “yo”.
El “yo” no puede ser destruido mediante la disciplina, porque la
disciplina es un proceso de fortalecimiento del “yo”.
Ello no obstante, todas nuestras religiones
lo sostienen; todas nuestras meditaciones, nuestras afirmaciones, se basan
en eso. Pero ni el conocimiento ni las creencias pueden destruir el “yo”.
En otros términos, nada de lo que actualmente hacemos, ninguna de las
actividades en que hoy estamos empeñados para llegar hasta la raíz del
“yo”, tendrá éxito. Todo eso que hacemos es fundamentalmente desperdiciado
en un proceso de pensamiento que es un proceso de aislamiento, un proceso
de reacción. Debemos darnos cuenta a fondo, con hondura, que el
pensamiento no puede poner fin a sí mismo porque cuando nos damos plena
cuenta de este hecho comprendemos entonces que cualquier reacción es
condicionada, y que ni al comienzo ni al fin puede haber libertad a través
del condicionamiento. La libertad es siempre al comienzo y no al fin.
Tenemos que comprender con claridad que
cualquier reacción es una forma de condicionamiento y que por lo tanto da
continuidad al “yo” de diferentes maneras. La creencia, el conocimiento,
la disciplina, la experiencia, todo el proceso de lograr un resultado o
alcanzar un fin, la ambición, el llegar a ser algo en esta vida o en una
futura; todo eso es un proceso de aislamiento, un proceso que trae
destrucción, desdicha, guerras a las que no se puede escapar mediante la
acción colectiva, por grande que sea para nosotros la amenaza de las
diferentes formas de violencia.
Nuestra mente debería estar en ese estado
que dice “es así”, “ese es mi problema”, “he ahí exactamente donde estoy”,
“yo veo lo que el conocimiento y la disciplina pueden hacer, lo que hace
la ambición”. Entonces,
si vemos todo eso,
ya ha surgido un proceso diferente en
acción.
Vemos los caminos del intelecto. No vemos
la senda del amor; la senda del amor no ha de hallarse a través del
intelecto. El intelecto con todas sus ramificaciones, con todos sus
deseos, ambiciones, empeños, debe cesar para que el amor surja a la
existencia. Cuando amamos cooperamos, no pensamos en nosotros mismos. Esa
es la más elevada forma de inteligencia ‑no el que amemos como un ser
superior o el que estemos en buena posición, lo cual no es sino miedo.
Cuando están ahí nuestros intereses creados, no puede haber amor; sólo
existe el proceso de explotación que nace del miedo. De suerte que el amor
sólo puede surgir cuando la mente no interviene. Debemos, pues, comprender
todo el proceso de la mente, la función de la mente.
Es sólo cuando sabemos amarnos los unos a
los otros, cuando puede haber cooperación, cuando puede funcionar la
inteligencia, cuando puede haber acuerdo sobre cualquier cuestión. Sólo
entonces resulta posible descubrir qué es Dios, qué es la Verdad. Ahora
procuramos hallar la verdad a través del intelecto, mediante la imitación,
lo cual es idolatría. Sólo cuando descartamos completamente, gracias a la
comprensión, toda la estructura del “yo”, adviene aquello que es eterno,
atemporal, inconmensurable. No podemos ir a ello; ello viene a vosotros.