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El fraude laboral

La doctrina que impone el Poder, a través de todo tipo de Estado o forma de gobierno, se encuentra introducida dentro de la mente de casi todo ser humano. Por esa razón, la autorrepresión que ejerce la persona sobre sí misma, por medio del Estado que crece dentro de ella, es el principal factor del mantenimiento de la dominación. La alienación tanto laboral, como en su reverso de consumo-espectáculo que se encuentra en la sociedad capitalista, parece ser el principal eje motor de la vida – o más bien de la muerte- de las personas.

El sistema económico capitalista está basado en las relaciones de salariado entre las personas. Estas relaciones son presentadas por quienes legitiman el actual modo de organización económica como “pactos entre caballeros”, en los cuales las dos partes llegan a un acuerdo común de forma libre. Así se da por sentado que ambas partes deben respetar un trato que se supone les beneficia y posibilita el que se produzcan los bienes necesarios para el sostenimiento y desarrollo de la sociedad.

Pero este discurso no es más que una invención mental que oculta el hecho de que las relaciones laborales tienen su origen histórico en la violencia y en la subordinación de los asalariados, condiciones que se han mantenido en el tiempo, pues son la esencia de cualquier sistema basado en la propiedad.

Para establecer la explotación laboral contra la voluntad de los explotados fue imprescindible la apropiación de lo necesario para la vida. De esta manera se causa a los desposeídos una situación de carencia que les obliga a someterse a quien posee la propiedad. Esta situación de carencia se refuerza con intervenciones violentas que consolidan la actuación. Mediante ellas, el Poder somete a los oprimidos a una explotación laboral.

Esta represión toma forma como un control del tiempo, que niega la libertad a las personas para planificar su vida y que las castiga con desajustes en sus ritmos vitales: madrugadas, turnos, diferenciación entre tiempos de trabajo y de descanso… Esto supone para el ser humano una tortura física en forma de enfermedades laborales y accidentes de todo tipo, desde leves heridas hasta la muerte, y traumatismos psicológicos producidos por el trabajo y las relaciones de subordinación que en él se dan: pérdida de la capacitación y autocontrol, sumisión a las decisiones exteriores, etc.

Pero el Poder únicamente ejerce explotación y violencia directamente a quienes firman un contrato como trabajadores. La lógica de la apropiación de las cosas y de las personas por medio de la creación de la carencia conduce a la destrucción y/o domesticación de todo lo existente, buscando siempre aumentar los propios beneficios. Y esto sucede porque en el capitalismo el valor no se encuentra en la satisfacción de necesidades reales, sino en la accesibilidad de bienes a los cuales no todos pueden acceder. Así, el Poder, a través de los sistemas capitalistas, educa al ser humano de manera que éste se sienta obligado a poseer la última mercancía que ha salido al mercado, la última novedad. Se le educa incluso a dar a los productos consumidos una duración cada vez menor: aparecen los artículos de «quita y pon», los artículos desechables. La industria de lujo deja lugar a la industria de masas, pues es preciso poner al alcance de las masas consumidoras los artículos más sofisticados, para favorecer en todo lo posible un sostenido ritmo de actividad en el proceso productivo.

Sin duda, el trabajo es en esta sociedad una de las formas más alienantes de dominación. Al trabajo podemos llamarle “esclavitud asalariada”, es la antítesis de la vida. Mediante el trabajo pretenden imponernos el modo de vida, los horarios, las tareas… A cada persona se le designa un puesto en el “mercado laboral” y unas tareas que debe realizar: sea trabajando, en la cola del paro o formándose para pasar más tarde a engrosar las filas de trabajadores o parados. El Poder se establece en un sistema organizado-programado en torno al trabajo y al consumo, y a quienes por alguna razón se encuentren fuera del binomio trabajo-consumo se les considerará excluidos, marginados o, incluso, vagos y maleantes. En definitiva, según la mentalidad capitalista, el estar fuera del “mercado laboral” se corresponde e identifica con el estar fuera de la sociedad.

En el trabajo, mayoritariamente, los trabajadores se venden –venden su tiempo, su energía, su saber… en definitiva, su vida- por un salario –en casi todos los casos mediante un “contrato basura”. La fuerza de trabajo es una mercancía más que se compra y se vende constantemente a cambio de cierta cantidad de dinero como única contraprestación. Todo ello implica una relación desigual basada en la injusticia y la explotación.

En el trabajo no sólo hay separación entre el trabajador y el producto de su trabajo, sino también entre el ser humano y sus necesidades como persona. Incluso hay separación entre el trabajador y el ser humano. Este sistema de cosas está diseñado para desorientar al ser humano, impedirle distinguir entre lo ilusorio y lo real y hacerle caer en prácticas sociales inhumanas. En las sociedades capitalistas se ha impuesto un sistema de relaciones económicas-sociales-personales mediatizadas por el dinero. El dinero se ha convertido en un ser sobrenatural, todopoderoso y omnipresente.

Pero uno de los aspectos más graves de este acto de sumisión cotidiana es que los seres humanos han llegado a identificar trabajo con vida. A la pregunta ¿qué eres? Se suele responder con el oficio u ocupación de cada cual. Pero eso no es de ninguna manera lo que somos. Nos hemos convertido en paletas, estudiantes, electricistas, ingenieros, parados… dejando de ser sencillamente, y ante todo, personas.

La disciplina del trabajo se ha instalado tan profundamente en el propio ser que es muy difícil liberarse de ella. Y es que la disciplina se encuentra más o menos oculta en todos los aspectos de nuestra “vida”. La disciplina es lo que la fábrica, la oficina y los grandes almacenes comparten con la prisión, la escuela y el hospital psiquiátrico.

El trabajo ha llegado a significar, para el rebaño, reconocimiento social y la base de toda relación social. El trabajo es considerado algo incuestionable, incluso sagrado. No importa que quien que no tenga otros recursos que su fuerza de trabajo tenga que pasar a depender de la venta de la misma para sobrevivir, lo que importa es tener el tiempo ocupado, recibir el dinero suficiente para cubrir las necesidades básicas –y todas las que no son básicas pero que nos han impuesto como tales. Y lo que también importa es poder decir a los demás que uno está haciendo algo “productivo”, por más estúpido e inútil que sea lo que se le ha asignado hacer. Con una simple ojeada se puede apreciar que uno se encuentra rodeado de multitud de trabajos absurdos e inútiles, y lo peor es que hay muchos otros absolutamente dañinos: unos por contaminantes –multitud de industrias, nucleares, etc., otros por represivos –policía, militar, carcelero, juez, etc., otros por ruines –banquero, embargador, usurero, etc.

La creación de miles de puestos y ocupaciones absurdas e innecesarias se presenta como un arma del Estado para su supuesta lucha contra el paro, y decimos supuesta porque, en realidad, el Estado-Capital es el máximo beneficiado de la existencia de este sector de población, según ellos “pasivo”. Le llaman “paro estructural”, pero para ellos es algo más, es la salvación de su sistema de trabajo. Lo usan como amenaza constante para conseguir la sumisión y la obediencia de quienes están trabajando. Quien no ha oído decir alguna vez: “tú mismo, pero ya sabes que hay cientos de personas esperando para ocupar tu lugar”. Sin esta amenaza quizás no sería tan elevado el grado de sumisión o quizás sí, pues el verdadero problema es que el “sin trabajo no somos nada” está bastante arraigado. El ser humano ha interiorizado el dogma del trabajo hasta el punto en que algunos hacen del trabajo el eje central de su vida.

La ignorancia, el egoísmo y el miedo de un enfrentamiento con el Sistema, junto a la inclinación a consumir, son los apoyos de todos los falsos héroes de la actualidad, los dirigentes. Ellos proporcionan a la masa el confort psicológico de la individualidad, y son los pastores en tanto que hay rebaño.

Los obreros de tiempos anteriores vendían su fuerza de trabajo para subsistir. Los de ahora la venden para consumir. El objetivo que tiene el Poder se encuentra en que el trabajador consuma, que se habitúe al consumo, pues la capacidad de consumo de las personas es una de las formas en las que se le proporciona beneficio y capacidad de dominio. Pero el trabajo debilita biológicamente a las personas, las embrutece para volverlas receptoras de las consignas del Poder, y para que la costumbre de la miseria les obligue a la resignación. En pocas palabras, para que sean materia manipulable por convicción.

 

 

 

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