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El Estado
El
Poder se manifiesta mediante el Estado. El Estado no es algo que pueda ser
destruido por una revolución, sino una condición, cierta relación entre los
seres humanos, un modo de comportamiento humano. El Estado se desvanece
cuando se realiza una forma nueva y distinta de relación entre las personas,
cuando pensamos, sentimos y obramos de forma espiritual. Es un “nosotros” y
no una identidad exterior y abstracta.
El Estado es considerado una realidad insuperable y sin
comparación alguna, como si en realidad sostuviera el mundo. El rebaño le
respeta y le aprecia. En vez considerarse una elaboración de la misma
sociedad, una creación de las personas, se presenta a estas como su guardián
responsable, como su cuidador, su garante. Parece darle vida a la sociedad
asegurando su cohesión, cuando la verdad es que el Estado es un parásito que
se alimenta de ella. Se gastan en la Tierra ingentes cantidades de dinero y
de recursos en asegurar y mantener a los Estados: policía, cárceles,
ejércitos… Sólo hay que pensar en lo que cuestan las herramientas para matar
-aviones, artillería, barcos- y en la cantidad de personas que invierten sus
vidas en mantener y afianzar a los Estados, cuando todos estos recursos se
pueden invertir para el bien de esas mismas personas y de la humanidad.
Guardián de nuestra existencia, el Estado está fuera de
uno y dentro de uno, el Estado somos todos y ocupa la existencia entera de
cada cual. No hay territorio en el mundo que no pertenezca a un Estado. El
acceso de la sociedad a la política, a la economía y a la tecnología, le
permite imponer su voluntad y sembrar su esencia venenosa por doquier,
difundiendo su propia propaganda a través de una miríada de periódicos,
radios y televisores, enviando en brevedad su policía o su ejército allí
donde se requiera su intervención gracias a la rapidez de la comunicación y
a un desarrollo tecnológico cada vez más avanzado.
Cualquier Estado de hoy en día tiene infinitamente más
poder que los tiranos de antaño. A pesar de esto estamos de tal forma
habituados a su presencia que no llegamos ni siquiera a percibirlo como
intruso, y mucho menos como enemigo. Aún cuando es denunciado como parásito,
el Estado es considerado como indispensable para la supervivencia de la
sociedad. Dicen que se trata de un mal necesario, superable tal vez en el
lejano porvenir de la fantasía política.
En el mundo occidental, en tiempos pasados, la relación
del individuo con el conjunto de la sociedad estaba centrada en su fe en
Dios. Éste era el máximo principio regulador. Hoy en día, el ser humano ha
encontrado en el Estado la expresión profana de su religiosidad. Muchos ya
no adoran a un ser, al que le atribuyen cualidades sobrenaturales, sino que
idolatran a la sociedad en su conjunto, la que creen que dispone de una
virtud y de una naturaleza autónomas.
Es inconcebible que el ser humano haya considerado a los
dioses como reguladores y organizadores de su existencia, pero los hombres y
las mujeres modernos hacen algo similar, pues piensan y actúan como si la
sociedad estuviera construida por el Estado y no por ellos mismos. Con esta
forma de pensar, la sociedad queda autónoma respecto a las personas. Esta
independencia se fosiliza en el Estado.
El Estado se ha convertido en creador y dispensador de
las riquezas tomadas a la sociedad, pues ésta ha demostrado ser incapaz de
administrarlas por su cuenta. Con estas circunstancias, el Estado obra sobre
el discurrir de las cosas, como si fuese Dios, de designios impenetrables,
quien se encargase de los asuntos terrenales.
Es inevitable que en todo Estado las relaciones y los
actos más sencillos se transformen o en relaciones mercantiles o en actos
administrativos. Es tan nocivo y nefasto para el ser humano que el Estado
prohíba y obligue como que esté siempre presente. El Estado se erige por
encima de las personas; trabaja de buena gana por su “felicidad”, pero
quiere ser el único agente y el único árbitro. Prepara su seguridad, prevé y
asegura sus necesidades, facilita sus placeres, dirige sus principales
negocios, les conduce sus industrias, regula sus sucesiones, divide sus
herencias, etc. Si pudiese, les quitaría del todo la molestia de pensar y el
esfuerzo de vivir, llegando a asesinar o abandonar a aquellas personas que
en otro tiempo la sociedad tomaba a su cargo, ya que la aplicación pura y
simple de la lógica de mercado y salarial dicta dejar morir de hambre a un
buen número de viejos, enfermos y otros desfavorecidos.
La opresión que ejerce el Estado viene dada precisamente
por esta sustitución que hace de la actividad humana, a través de la cual
adquiere su poder, y reduce toda una serie de actos “naturales” –como
podrían ser considerados el calentarse, el dar a luz o el ser solidario- a
un servicio público. Otro aspecto interesante de considerar es que la
división social se ha hecho algo indispensable debido a la incapacidad de
las mismas personas para satisfacer sus propias necesidades vitales. El
Capital desarraiga a las personas y hace de éstas unas inválidas sin el
apoyo del Estado.
Para el ser humano moderno, un mundo sin Estado es
inconcebible. Como una macabra broma del destino, el Estado se ha
transformado en parte integrante de nosotros mismos, corre por nuestra
sangre, nos oprime, nos hace sufrir, nos angustia, nos impide vivir una vida
apacible, serena y llena de los placeres que otorga la sencillez.
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