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La
Escuela.
La verdadera educación se preocupa por la libertad del individuo, la única
que puede lograr la verdadera cooperación con el todo, con los muchos; pero
esta libertad no se alcanza mediante la persecución de nuestro éxito y de
nuestro propio engrandecimiento. La libertad es el resultado del
autoconocimiento, cuando la mente se eleva por encima y más allá de los
obstáculos que ella misma se ha creado al ansiar su propia seguridad.
La función de la verdadera educación es ayudar a cada individuo a descubrir
todos esos obstáculos psicológicos, y no simplemente imponerle nuevos
patrones de conducta, nuevas maneras de pensar. Tales imposiciones nunca
despertarán la inteligencia, la comprensión creadora, sino por el contrario
condicionarán aún más al individuo. Evidentemente esto es lo que está
sucediendo en todas partes del mundo, y es por eso que nuestros problemas
continúan y se multiplican.
Es sólo cuando empezamos a entender la profunda significación de la vida
humana que puede haber verdadera educación; pero, para entender, la mente
debe liberarse inteligentemente del deseo de recompensa que engendra el
temor y la conformidad. Si consideramos a nuestros hijos como propiedad
personal, si para nosotros ellos son la continuación de nuestros pequeños
egos y la realización de nuestras ambiciones, entonces crearemos un
ambiente, una estructura social en la cual no hay amor, sino la persecución
de nuestras ventajas egocéntricas.
Una escuela que tiene éxito en el sentido mundano, es casi siempre un
fracaso como centro educativo. Una institución grande y floreciente en la
que se educan cientos de niños, con el éxito y la ostentación que la
acompañan, puede producir empleados de bancos, supervendedores, industriales
o comisarios, gente superficial que son técnicamente eficientes; pero sólo
hay esperanza en el ser humano integrado, que únicamente las escuelas
pequeñas pueden ayudar a crear. Es por esta razón que es mucho más
importante tener escuelas con un número limitado de alumnos y verdaderos
educadores, que practicar los últimos y mejores métodos en grandes
instituciones.
Desgraciadamente, una de nuestras más desconcertantes dificultades es que
pensamos que debemos operar en gran escala. La mayor parte de nosotros
queremos grandes escuelas con imponentes edificios, aunque evidentemente no
sean buenos centros educativos, porque queremos transformar o afectar lo que
llamamos las masas.
Pero, ¿qué son las masas? Tú y yo. No nos perdamos en el pensamiento de que
las masas deben también recibir verdadera educación. La consideración de las
masas es una forma de escape para librarnos de una acción inmediata. La
verdadera educación llegará a ser universal si empezamos por lo inmediato,
si nos entendemos nosotros mismos en nuestra relación con nuestros hijos,
con nuestros amigos y vecinos. Nuestros propios actos en el mundo en que
vivimos, en el mundo de nuestra familia y de nuestros amigos, ejercerán una
influencia y un efecto cada vez más amplios.
Al darnos cuenta perfecta de nosotros mismos en todas nuestras relaciones,
empezamos por descubrir las confusiones y limitaciones que existen dentro de
nuestro ser, de las cuales estamos ahora ignorantes; y al darnos cuenta de
ellas las comprenderemos y las eliminaremos. Sin esta comprensión y el
autoconocimiento que produce, cualquier reforma en la educación o en
cualquier otro campo, sólo conducirá a más antagonismo y miseria.
Al establecer enormes instituciones y emplear muchos maestros que dependen
de un sistema, en vez de comprender y observar sus relaciones con el alumno,
como individuo, meramente alentamos la acumulación de datos, el desarrollo
de la capacidad y del hábito de pensar mecánicamente, de acuerdo con un
patrón; pero la verdad es que nada de esto ayuda al alumno a crecer para
convertirse en un ser humano integrado. Los sistemas pueden tener un uso
limitado en manos de educadores alertas y reflexivos, pero no contribuyen a
despertar la inteligencia. Sin embargo, es extraño que tales palabras como
“sistema” e “institución” hayan adquirido tanta importancia para nosotros.
Los símbolos han ocupado el lugar que corresponde a la realidad, y estamos
satisfechos de que así sea; porque la realidad nos perturba, mientras que
las sombras nos consuelan.
Nada de valor fundamental puede realizarse por medio de la instrucción en
masa, si no es mediante un estudio cuidadoso y comprensivo de las
dificultades, tendencias y capacidades de cada niño; y todos los que se dan
cuenta de esto y desean sinceramente comprenderse a sí mismos y ayudar a la
juventud, deben unirse y fundar una escuela que tenga significación vital en
la vida del niño ayudándolo a ser inteligente e integrado. Para empezar una
escuela semejante, no se necesita esperar hasta tener los medios necesarios.
Se puede ser un verdadero maestro en el hogar y las oportunidades se
presentan a los que actúan con seriedad.
Aquellos que aman a sus propios hijos y a los niños que los rodean, y que
por lo tanto actúan seriamente, tratarán de que se establezca una buena
escuela en la cercanía o en su propio hogar. Entonces vendrá el dinero, que
es la consideración menos importante. Para sostener una escuela pequeña, de
verdadera calidad, se necesita, por supuesto, vencer ciertas dificultades
financieras; sólo prosperará a base de sacrificio personal, no de una
crecida cuenta bancaria. El dinero invariablemente corrompe, a menos que
haya amor y entendimiento. Pero si es una escuela que realmente vale la
pena, no hay duda de que encontrarás la ayuda necesaria. Cuando hay amor
hacia la niñez todas las cosas son posibles.
Mientras la institución sea considerada más importante, el niño no lo será.
El verdadero educador se interesa en el individuo, y no en el número de
alumnos que tiene; y tal educador descubrirá que él puede tener una escuela
de significación vital, que algunos padres de familia sostendrán. Pero el
maestro tiene que sentir la llama del interés; si tiene poco entusiasmo,
tendrá una escuela como otra cualquiera.
Si los padres aman realmente a sus hijos, emplearán medios legislativos o de
otra naturaleza, para establecer pequeñas escuelas dirigidas por verdaderos
maestros; y no los desanimará el hecho de que las escuelas pequeñas son
costosas, y de que los buenos maestros son difíciles de encontrar.
Deben darse cuenta, sin embargo, de que inevitablemente habrá oposición por
parte de los intereses creados, de los gobiernos y de las religiones
organizadas; porque tales escuelas están obligadas a ser profundamente
revolucionarias. La verdadera revolución no es del tipo violento, sino que
surge del cultivo de la inteligencia y de la integración de los seres
humanos que, por su mismo vivir, crearán gradualmente cambios radicales en
la sociedad.
Pero es de la mayor importancia que todos los maestros en una escuela de
esta clase, se reúnan voluntariamente sin que sean persuadidos o escogidos;
porque libertarse voluntariamente de toda traba mundana, es la única base
verdadera para un verdadero centro educativo. Si los maestros han de
ayudarse mutuamente y los alumnos han de comprender los verdaderos valores,
tiene que haber una constante comprensión en sus relaciones diarias.
En la soledad de una pequeña escuela, es fácil olvidar que hay un mundo
externo lleno de conflictos, destrucción y miseria que aumentan
constantemente. Ese mundo no está separado de nosotros. Por el contrario, es
parte de nosotros, porque hemos hecho de él lo que es, que si ha de haber un
cambio fundamental en la estructura de la sociedad, la verdadera educación
es el primer paso.
Sólo la verdadera educación, y no las ideologías, los líderes y las
revoluciones económicas, puede ofrecernos una solución duradera para
nuestros problemas y miserias; y ver la verdad de este hecho no es cuestión
de persuasión intelectual o emocional, ni de argumentos perspicaces.
Si el núcleo del personal de una escuela verdadera se compone de maestros
dinámicos, consagrados a la profesión, atraerá a otros maestros que tengan
la misma dedicación, y aquellos que no están interesados pronto se
encontrarán en ella fuera de lugar. Si el centro está alerta y tiene
propósitos definidos, la periferia indiferente se desanimará terminando por
desaparecer completamente; pero si el centro es indiferente, entonces todo
el grupo sufrirá la incertidumbre y debilidad.
El núcleo de una institución educativa no puede constituirlo sólo el maestro
principal. El entusiasmo o el interés que depende de una sola persona tiene
que decaer y morir. Tal interés es superficial, inconstante y puede
someterse a los caprichos y fantasías de otro. Si el director de la escuela
es dominante, entonces el espíritu de libertad y la cooperación
evidentemente no pueden existir. Un carácter fuerte puede organizar una
escuela de primera clase; pero el temor y el sometimiento se insinúan, y
entonces, por lo general sucede que el resto del cuerpo de maestros se
compone de nulidades.
Un grupo así no conduce a la libertad individual ni a la comprensión. El
personal de una escuela no debe estar sometido al dominio del director, y el
directo no debe asumir toda la responsabilidad. Por el contrario, cada
maestro debe sentirse responsable del todo. Si hay solamente unos pocos que
están interesados, entonces la indiferencia o la oposición del resto
impedirá o desacreditará el esfuerzo general.
Alguien puede dudar que una escuela pueda administrase bien sin una
autoridad central, pero esto nadie lo sabe realmente porque nunca se ha
probado. Indudablemente; en un grupo de verdaderos educadores, no surgirá
nunca el problema de la autoridad. Cuando todos se están esforzando por ser
libres e inteligentes, la cooperación de unos con otros es posible en todos
los niveles. Para aquellos que no se han dedicado nunca profunda y
perdurablemente a la tarea de impartir verdadera educación, la falta de una
autoridad central puede parecer una teoría impracticable; pero si uno se
dedica completamente a la verdadera educación, entonces no necesita ni el
estímulo ni la dirección, ni el control de nadie. Los maestros inteligentes
son flexibles en el ejercicio de sus facultades; al mismo tiempo que tratan
de ser individualmente libres, se ajustan a los reglamentos y hacen lo que
es necesario para beneficio de toda la escuela. Un serio interés es el
principio de la inteligencia, y ambos se fortalecen por medio de la
aplicación.
Si uno no entiende las implicaciones psicológicas de la obediencia, la
simple decisión de no obedecer a la autoridad conducirá a la confusión. Esa
confusión no se debe a la ausencia de autoridad, sino a la falta de interés
mutuo y profundo en la verdadera educación. Si existe interés real, hay un
ajuste constante y reflexivo por parte de todos los maestros a las demandas
y necesidades del manejo de una escuela. En toda relación hay fricciones y
malentendidos inevitables; pero éstos se exageran cuando no existe el afecto
vinculador del interés común.
Debe haber cooperación liberal entre todos los maestros en una escuela
verdadera. Todos los maestros deben reunirse con frecuencia para hablar de
los varios problemas de la escuela; y cuando hayan convenido proceder de una
manera determinada, evidentemente no debe haber dificultad alguna para
llevar a feliz término lo que se ha decidido. Si alguna decisión adoptada
por la mayoría no tiene la aprobación de un maestro en particular, el asunto
puede discutirse en la próxima reunión de la facultad.
Ningún maestro debe temerle al director, ni el director debe sentirse
intimidado por los maestros más antiguos del plantel. El acuerdo feliz es
posible sólo cuando hay un sentido de igualdad absoluta entre todos. Es
esencial que este sentido de igualdad prevalezca en una escuela verdadera,
porque sólo puede haber cooperación real donde no exista el sentido de
superioridad o inferioridad. Si hay mutua confianza, cualquier dificultad o
malentendido no será simplemente desechado, sino que se le dará el frente
para resolverlo, y así la confianza será restablecida.
Si los maestros no están seguros de su propia vocación e interés,
necesariamente tiene que haber envidia y antagonismo entre ellos, y
emplearán todas las energías que tengan discutiendo detalles insignificantes
y quisquillas inútiles; mientras que si hay un ardiente interés en lograr la
educación apropiada, todas las irritaciones y desavenencias superficiales
rápidamente se pasarán por alto. Entonces los detalles que parecen tan
grandes asumen sus proporciones normales, y se ve que los antagonismos y las
fricciones personales son vanos y destructivos, y todas las conversaciones y
discusiones ayudan a averiguar qué es lo razonable, y no quién tiene razón.
Las dificultades y las desavenencias deben discutirse siempre entre los que
trabajan juntos con una intención común, porque esto ayuda a aclarar
cualquier confusión que pueda existir en nuestro pensar. Cuando hay interés
en un objetivo común, hay también franqueza y camaradería entre los
maestros, y el antagonismo jamás puede surgir entre ellos; pero si falta ese
interés común, aunque superficialmente cooperen por obtener mutua beneficio,
existirán siempre el conflicto y la enemistad.
Puede haber, por supuesto, otros factores que causen fricción entre los
miembros de la facultad. Un maestro puede tener exceso de trabajo; otro
puede tener preocupaciones personales o familiares, y quizás otros no se
sientan muy entusiasmados con lo que están haciendo. Seguramente que todos
estos problemas pueden resolverse en una reunión profesional, porque el
interés mutuo trae la cooperación. Es obvio que no se puede crear nada de
vital importancia si unos pocos hacen todo, mientras el resto descansa
cómodamente.
Una distribución equitativa del trabajo le ofrece a cada uno ciertas horas
de solaz, que es como a todas luces debe ser. Un maestro sobrecargado de
trabajo se convierte en un problema para él mismo y para los demás. Si uno
está bajo una tensión muy fuerte hay la posibilidad de que se vuelva
letárgico, indolente, especialmente cuando uno está haciendo algo que le
disgusta. El restablecimiento no es posible si hay constante actividad,
física o mental; pero la cuestión de las horas de esparcimiento puede
arreglarse satisfactoriamente para todos.
El concepto de solaz varía de acuerdo con cada individuo. Para los que
tienen mucho interés en su trabajo, éste en sí es distracción; este mismo
interés, por ejemplo, en el estudio, es una forma de esparcimiento. Para
otros, puede que la soledad sea su descanso.
Si el educador ha de disponer libremente de cierto tiempo, debe ser
responsable solamente del número de alumnos que puede manejar. Una relación
directa y vital entre el maestro y sus alumnos, es casi imposible cuando el
maestro está agobiado por un gran número de alumnos, difícil de manejar.
Existe todavía otra razón para que las escuelas sean pequeñas. Es
evidentemente importante que el número de alumnos en una clase sea muy
limitado, para que el maestro pueda prestarle plena atención a cada alumno.
Cuando el grupo es demasiado grande, no se puede hacer eso, y entonces el
sistema de castigos y recompensas es el medio conveniente para imponer
disciplina.
La verdadera educación no es posible “en masse”. Para estudiar a cada niño
se necesita paciencia, comprensión e inteligencia. Para observar las
tendencias del niño, sus aptitudes, su temperamento, para entender sus
dificultades, tener en cuenta su herencia y la influencia de sus padres, y
no meramente considerarlo como perteneciente a cierta categoría, todo ello
exige que se tenga una mente rápida y flexible, libre de prejuicios y de
trabas de cualquier sistema. Para esto se necesita habilidad, interés
profundo y sobre todo, afecto; y el producir educadores dotados de estas
cualidades es uno de los problemas esenciales en la actualidad.
El espíritu de libertad individual y la inteligencia debe permear toda la
escuela a todas las horas. Esto no puede dejarse a la casualidad, y el
mencionar accidentalmente las palabras “libertad” e “inteligencia” de vez en
cuando, tiene muy poca significación.
Es particularmente importante que alumnos y maestro se reúnan con
regularidad para discutir todos los asuntos relacionados con el bienestar
del grupo. Debe también organizarse un consejo de estudiantes, con
representantes de los maestros, que pueda resolver todos los problemas de
disciplina, limpieza, alimentación, etc., y que pueda también ayudar a guiar
a los alumnos descuidados, indiferentes u obstinados.
Los estudiantes deben elegir de entre ellos, a los que van a tener la
responsabilidad de llevar a la práctica las decisiones y ayudar en la
supervisión general de la escuela. Después de todo, el gobierno propio en la
escuela es una preparación para el gobierno propio más tarde en la vida. Si
mientras está en la escuela aprende a ser considerado con los demás,
impersonal e inteligente en cualquier discusión relacionada con sus
problemas diarios, cuando sea mayor podrá enfrentarse efectiva y
desapasionadamente con las más grandes y complejas pruebas de la vida. La
escuela debe estimular a los niños a que entiendan sus mutuas dificultades y
peculiaridades, su modo de ser y su temperamento; porque así, cuando
crezcan, serán más reflexivos y tolerantes en sus relaciones con los demás.
Este mismo espíritu de libertad e inteligencia debe prevalecer en todos los
estudios del niño. Si ha de ser creativo y no simplemente un autómata, no se
debe estimular al alumno a que acepte fórmulas y conclusiones. Aún en el
estudio de la ciencia, el maestro debe razonar con el alumno, ayudándole a
captar el problema en todos sus aspectos y a usar su propio juicio.
Pero, ¿qué podemos decir con respecto a la orientación del niño? ¿no deberá
existir ninguna orientación? La respuesta a esta pregunta depende de lo que
se entiende por “orientación”. Si los maestros han desterrado de sus
corazones todo temor y deseo de dominio, entonces pueden ayudar al alumno a
tener libertad y comprensión creativa; pero si hay un deseo consciente o
inconsciente de guiarlo hacia una determinada meta, entonces, está claro que
obstaculizan su desarrollo. La orientación hacia un objetivo determinado, ya
creado por uno mismo o impuesto por otro, echa a perder la acción creativa.
Si el educador está preocupado por la libertad individual, y no por sus
propios conceptos preconcebidos, ayudará al niño a descubrir la libertad
estimulándole a comprender su propio ambiente, su propio temperamento, sus
antecedentes religiosos y familiares, con todas las influencias y efectos
que posiblemente tiene sobre él. Si hay amor y libertad en los corazones de
los maestros, se aproximarán a cada alumno atento a sus necesidades y
dificultades; y entonces no serán meros autómatas que actúan de acuerdo con
métodos y fórmulas, sino seres humanos espontáneos, siempre alertas y
vigilantes.
La verdadera educación debe también ayudar al alumno a descubrir sus
intereses. Si el niño no descubre su verdadera vocación, toda su vida le
parecerá un fracaso; se sentirá frustrado haciendo lo que no quiere hacer.
Si quiere ser artista, y en vez de eso es escribiente en una oficina, pasará
su vida quejándose y languideciendo. Así, pues, es de gran importancia que
cada uno busque lo que quiere hacer y luego ver si vale la pena hacerlo. Un
muchacho puede querer ser soldado; pero antes de que se prepare para ello,
debe ayudársele a descubrir si la vocación militar es beneficiosa para toda
la humanidad.
La verdadera educación debe ayudar al alumno, no sólo a desarrollar sus
capacidades, sino también a entender su interés supremo. En un mundo
arruinado por las guerras, la destrucción y la miseria, uno debe ser capaz
de establecer un nuevo orden social y crear una manera diferente de vivir.
La responsabilidad de organizar una sociedad pacífica y culta descansa
principalmente en el educador, y es obvio, sin que se excite por ello, que
el educador tiene la grandísima oportunidad de ayudar en el logro de esa
transformación social. La verdadera educación no depende de los reglamentos
del gobierno ni de los métodos de un sistema determinado, sino que está en
nuestras propias manos, en las manos de los padres y de los maestros.
Si los padres se cuidaran de sus hijos, establecerían una nueva sociedad;
pero fundamentalmente a la mayoría de los padres de familia no les importa
este asunto, y por lo tanto no tienen tiempo para tan urgente problema.
Tienen tiempo para hacer dinero, para divertirse, para ritos y cultos; pero
no tienen tiempo para considerar cuál es la verdadera educación para sus
hijos. Es un hecho que la mayoría de la gente no quiere enfrentar. El
hacerle frente significaría que tendrían que abandonar sus diversiones y
distracciones, y eso es precisamente lo que no están dispuestos a hacer. Por
consecuencia, envían a sus hijos a la escuela donde el maestro no se
preocupa por esos hijos más que ellos mismos. ¿Y por qué habría de
preocuparse el maestro? Enseñar es para él una clase de trabajo, un medio
para ganar dinero.
El mundo que hemos formado es tan superficial, tan artificial, tan feo, si
uno lo mira por detrás del telón; y por eso decoramos el telón esperando que
de algún modo salga bien. Desgraciadamente, la mayor parte de la gente no
toma la vida en serio, excepto tal vez cuando se trata de hacer dinero, de
alcanzar poder o de buscar excitación sexual. No quiere hacer frente a las
otras complejidades de la vida; y es por eso que cuando sus hijos crecen,
están poco desarrollados y tan desintegrados como sus padres, en constante
lucha con ellos mismos y con el mundo.
Con gran facilidad decimos que amamos a nuestros hijos; pero, ¿hay en
realidad amor en nuestros corazones cuando aceptamos las condiciones
sociales existentes, y cuando no deseamos provocar un cambio fundamental en
esta sociedad destructora? Y mientras confiemos en que el especialista
eduque a nuestros hijos, la confusión y la miseria continuarán; porque el
especialista está desintegrado él mismo por ocuparse de la parte y no del
todo.
En vez de ser la más honrada y responsable de las ocupaciones, la educación
se considera con menosprecio, y la mayor parte de los educadores siguen una
línea de conducta rutinaria. Realmente no están interesados en la
integración ni en la inteligencia, sino en impartir información; y un
individuo que sólo imparte información, sin considerar que el mundo se
derrumba a su alrededor, no es un verdadero educador.
Un educador no es un simple informador; si no el que señala el cambio hacia
la sabiduría y la verdad. La verdad es mucho más importante que el maestro.
La búsqueda de la verdad es religión; y la verdad no es patrimonio de ningún
país ni de ningún credo, ni se encuentra en templo alguno, ni en una
iglesia, ni en una mezquita. Sin la búsqueda de la verdad, la sociedad se
deteriora en corto tiempo. Para crear una nueva sociedad, cada uno de
nosotros tiene que ser un verdadero maestro, lo cual significa que tenemos
que ser alumno y maestro; tenemos que educarnos a nosotros mismos.
Si ha de establecerse un nuevo orden social, los que enseñan sólo por
ganarse un sueldo evidentemente no tienen un lugar como maestros. Considerar
la enseñanza como un medio para ganar la subsistencia es explotar a los
niños en beneficio propio. En una sociedad inteligente, los maestros tienen
que preocuparse por su propio bienestar y la comunidad proveerá sus
necesidades.
El verdadero maestro no es el que ha levantado una impresionante institución
educativa, ni el que es instrumento de los políticos, ni el que está sujeto
a un ideal, a una creencia o a un país. El verdadero maestro es rico
interiormente y por lo tanto no pide nada para él; no es ambicioso, ni busca
el poder en forma alguna; no usa su profesión como medio para conseguir
autoridad o posición, y está por lo tanto libre de toda coacción de la
sociedad y de todo control gubernamental. Tales maestros tienen lugar
preferentemente en una sociedad culta, porque la verdadera cultura no se
basa en los ingenieros y los técnicos, sino en los verdaderos educadores.
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