La
enfermedad.
Hace cientos de años, los hombres morían a causa de terribles epidemias que
diezmaban la población de ciudades enteras. Bastó que se aplicaran algunos
principios de higiene individual y colectiva para que este azote de la
humanidad dejara de ser significativo como causa de mortalidad.
Durante mucho tiempo
las enfermedades infecciosas se erigieron en verdugos del hombre, hasta que
el descubrimiento de la penicilina y otros antibióticos las convirtió en
algo puramente anecdótico en la historia de la medicina.
Hoy día son las
llamadas enfermedades degenerativas las responsables de la mayor parte de
las muertes. El cáncer, el infarto, la artritis, la arteriosclerosis, la
hipertensión, etc. son males con escasa o nula incidencia en el pasado, pero
tremendamente extendidos en nuestras sociedades industriales.
Durante mucho tiempo
la medicina ha buscado en vano una "vacuna" o un tratamiento efectivo que
detuviese la hasta ahora irreversibilidad del mal. Todo inútil. Las
enfermedades de nuestra civilización continúan ganando terreno en la misma
medida en la que las sociedades alcanzan cotas más altas de "bienestar".
Parece ya evidente a
la ciencia médica que los desequilibrios mentales se traducen en
desequilibrios físicos, y que el origen último de todas estas enfermedades
es de orden psicológico. El juego de las emociones y el ego en un medio
competitivo y hostil genera una serie de procesos encadenados que, ayudados
por agentes externos, como la polución, el ruido, la intoxicación causada
por alimentos, bebidas y drogas, terminan por manifestarse en forma de
síntomas sobradamente conocidos.
La filosofía Vedanta
sostiene desde hace miles de años que cuerpo y mente no son cosas
diferentes, sino distintos aspectos de un mismo todo. El cuerpo es la
materialización de la mente y la mente es la abstracción del cuerpo.
Cualquier cosa que afecte a uno afecta a la otra y viceversa.
El término
psicosomático por excelencia en los últimos tiempos es el estrés: un
conjunto de factores y actitudes que someten al cuerpo/mente a una severa
erosión que, cuando es prolongada, desencadena una serie de procesos
neurofisiológicos que llevan al individuo a padecer alguna de las
enfermedades degenerativas mencionadas.
La primera reflexión
ante estos postulados científicos es la evidencia de que las emociones
desordenadas minan la salud y la curación a los males causados de este modo
no es de tipo médico, sino personal, ya que detrás de todas las emociones
negativas, detrás del materialismo y la ambición, detrás de la desmesura, la
envidia y la frustración, detrás de la insolidaridad y el ansia de poder y
detrás, en definitiva, de todo cuanto, según las más recientes evidencias
científicas, enferma al individuo y a la sociedad se encuentra simplemente
una actitud egoísta, que es la verdadera causa original de los males físicos
y psíquicos de nuestro tiempo.
Si ya se acepta
abiertamente que la degeneración del cuerpo físico se debe a factores
psicológicos, falta aún por entender que la causa de estos desarreglos
psicológicos es de índole espiritual.
De un lado, la
persistente insatisfacción íntima que genera el egoísmo altera, a niveles
profundos, el juego psicológico de la mente, desequilibrando sus mecanismos
y desencadenando el proceso degenerativo que termina en la enfermedad y, por
otra parte, la ausencia de ideales elevados que catalicen el esfuerzo
personal y le presten un norte y una coherencia deja al individuo
desarbolado, a merced de los embates de sus propias emociones incontroladas.
La salud del cuerpo
depende del equilibrio emocional, y éste de la actitud profunda espiritual
del hombre ante la vida. En el crecimiento incontenible de las enfermedades
degenerativas tiene mucho que ver la degeneración de las estructuras
profundas de la persona. Es el individuo el que está en crisis. Nuestra
civilización no ha podido superar la pérdida de los valores espirituales que
ha supuesto la implantación del materialismo.
En un momento en que
el hombre se debate entre la confusión, la desesperanza, la miseria, la
enfermedad y la angustia, el cultivo de las virtudes tradicionales, comunes
a todos los sistemas de espiritualidad, puede volver a ser esa terapia del
alma que cure los males de nuestro siglo.
Lo que se precisa,
pues, es un cambio de actitud, una nueva orientación de la vida por los
caminos de la abnegación y la autodisciplina. Reconocer el error del
hedonismo y reavivar la llama espiritual que arde secretamente en lo más
profundo de todos los corazones. Eso podría erradicar casi totalmente las
enfermedades asesinas, impregnaría de paz al individuo y sosegaría la
alarmante efervescencia de nuestra sociedad.
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