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Dominio del
Pensamiento y del Sentimiento.
Cuando el ser humano busca el camino de la ciencia oculta como hemos
descrito en este espacio, es preciso que no deje de fortalecerse por medio
de un determinado pensamiento persistente durante todo el tiempo de su
discipulado. Deberá siempre tener presente que quizá haya realizado
progresos bastantes notables después de cierto tiempo, sin que éstos se le
manifiesten en la forma que él posiblemente esperaba. Quien no lo tenga
presente, fácilmente podrá desanimarse y abandonar todo esfuerzo al cabo de
poco tiempo. Las fuerzas y facultades que hay que desarrollar son, al
principio, de índole sumamente sutil, y su naturaleza difiere totalmente de
la idea previamente formada por el discípulo, sólo acostumbrado a ocuparse
del mundo físico.
El mundo espiritual y el anímico se sustraían a sus sentidos y también a sus
conceptos. Por esto, no es de extrañar que no le sea posible darse cuenta
inmediatamente de las fuerzas espirituales y anímicas que en él se
desenvuelven. En esto radica la posibilidad de engañarse para todo aquel que
emprenda el sendero sin atenerse a las experiencias reunidas por los
investigadores versados.
El investigador espiritual conoce los progresos del discípulo mucho antes de
que éste tenga conciencia de esos progresos; sabe cómo se van formando los
sutiles ojos espirituales antes que su discípulo sea consciente de ello. Y
gran parte de las indicaciones del investigador espiritual consisten
precisamente en dar expresión a lo que hace que el discípulo no pierda la
confianza y la perseverancia antes de que él mismo haya llegado a la
comprensión de sus procesos.
El conocedor de lo espiritual no puede dar a su discípulo si no aquello que
éste de un modo oculto ya posee. Sólo puede darle las instrucciones para el
desarrollo de sus facultades latentes. Pero lo que transmite de sus propias
experiencias será sostén para el discípulo que quiere abrirse paso de la
oscuridad a la luz.
Muchos abandonan el sendero de la ciencia espiritual poco después de haber
entrado en él, porque no notan inmediatamente sus progresos. Incluso cuando
se presentan las primeras experiencias superiores, perceptibles para él, el
discípulo muchas veces las considera como ilusiones, porque se había formado
ideas muy distintas acerca de lo que debía experimentar. Se desanima, ya sea
porque no da valor a estas primeras experiencias, ya sea que éstas le
parecen tan insignificantes que no cree que en tiempo no lejano pueden
conducirle a un resultado apreciable.
Pero la valentía de ánimo y la confianza en sí mismo son las dos antorchas
que nunca deben apagarse en el sendero hacia la ciencia espiritual. Quien no
tenga el ánimo de repetir con toda paciencia, sin cansarse, un ejercicio que
aparentemente no haya dado buen resultado, un sinnúmero de veces, no podrá
llegar muy lejos.
Mucho antes de notar claramente los progresos logrados, surge de las
profundidades del alma un sentimiento indefinido de encontrarse en buen
camino. Este sentimiento debe cultivarse y alimentarse, porque puede
transformarse en seguro guía.
Ante todo, es necesario extinguir la idea de que, para llegar al
conocimiento superior, se requieren prácticas extrañas y misteriosas. Hay
que tener presente que se debe partir de los sentimientos y pensamientos que
forman parte de nuestra vida y que sólo es preciso darles otro rumbo que el
habitual. Que el discípulo empiece por decirse: “ En el mundo de mis propios
sentimientos y pensamientos yacen ocultos los misterios más sublimes,
inadvertidos hasta ahora".
En realidad, todo reside en que el ser humano vive constantemente como
cuerpo, alma y espíritu, pero que sólo es efectivamente consciente de su
cuerpo, mas no de su alma ni de su espíritu. El discípulo, en cambio,
adquiere conciencia del alma y del espíritu, tal como el hombre común la
tiene de su cuerpo.
Por esta razón, es importante dar la debida orientación a los sentimientos y
los pensamientos, con lo cual se desarrolla la facultad de percibir lo que
es invisible en la vida comente. En lo que sigue, se va a indicar uno de los
caminos que conducen a tal fin. En verdad es algo muy sencillo, como casi
todo lo que se ha transmitido hasta aquí, pero que dará los más importantes
resultados si se ejecuta con perseverancia y si el discípulo es capaz de
realizarlo con la disposición de ánimo que para ello se necesita.
Tómese y obsérvese la pequeña semilla de una planta. Lo esencial es suscitar
intensamente ante este insignificante objeto los pensamientos apropiados,
así como desarrollar, por medio de estos pensamientos ciertos sentimientos.
Primero téngase un claro concepto de lo que realmente se ve con los ojos.
Descríbase a sí mismo la forma, el color y todas las demás propiedades de
esa semilla. Luego hágase la siguiente reflexión: de esta semilla, si se
siembra en el suelo, nacerá una planta multiforme. Represéntese la forma de
esta planta, constrúyase la misma imaginativamente y luego reflexiónese como
sigue. "Lo que ahora me represento imaginativamente, las fuerzas de la
tierra y de la luz lo harán realmente nacer de esta semilla. Si tuviera ante
mí un objeto artificial que imitara tan perfectamente esta semilla que mis
ojos no pudieran distinguirlo de una verdadera semilla, ninguna fuerza del
suelo ni de la luz sería capaz de engendrar de él una planta".
Quien conciba claramente este pensamiento, cual una experiencia interior,
podrá formarse también el que sigue, acompañándolo del sentimiento adecuado.
Se dirá: "En la semilla se halla latente, como potencialidad de la planta
toda, lo que de ella nacerá más tarde. Esa potencialidad no mora en la
imitación artificial. No obstante, para mis ojos, una y otra son idénticas.
La semilla verdadera contiene, pues, algo invisible que no existe en la
imitación".
Diríjase ahora los sentimientos y los pensamientos sobre eso que es
invisible. Imagínese que esa parte invisible se transformará, más adelante,
en la planta visible que se podrá contemplar con su forma y sus colores.
Abríguese entonces la idea: “Lo invisible se hará visible”. Si yo no tuviera
la facultad de pensar, no podría manifestárseme lo que sólo más tarde se
hará visible.
Debe destacarse particularmente: lo que se piensa., debe también sentirse
intensamente. Con calma y libre de pensamiento perturbador, habrá que
vivenciar conscientemente el pensamiento anteriormente señalado. Y habrá que
dar el tiempo necesario para que el pensamiento y el sentimiento que con él
se vinculan, penetren profundamente en el alma. Si esto se logra de la justa
manera, entonces, al cabo de cierto tiempo, quizás después de muchas
tentativas, se sentirá surgir una fuerza interior, fuerza que creará una
nueva facultad de percepción. La semilla parecerá como envuelta en una
nubecilla luminosa que se percibirá, de un modo sensorial-espiritual, cual
una llama. Su centro evoca la misma sensación que se experimenta bajo la
impresión del color lila, y el borde evoca la sensación que produce el color
azulado.
Así se revela lo que antes no se había percibido y que ha sido creado por la
fuerza de los pensamientos y los sentimientos que el discípulo ha despertado
en sí mismo. Lo que había quedado físicamente invisible, o sea la planta que
sólo más tarde llegará a ser visible, se revela entonces de manera
espiritualmente visible.
No es de extrañar que muchos consideren todo esto como ilusión y se
pregunten: "¿De qué me sirven semejantes visiones de la fantasía?", y no
pocos renunciarán y abandonarán el sendero. Pero lo que importa es
precisamente no confundir la fantasía con la realidad espiritual en estas
cosas difíciles del desarrollo humano; más aún, sentirse animado para seguir
adelante sin temor ni indecisión.
Por otra parte, es preciso acentuar que constantemente debe cultivarse el
sentido común que sabe distinguir entre lo verdadero y lo ilusorio. Durante
todos estos ejercicios, el discípulo no debe perder jamás el pleno y
consciente dominio de sí mismo. Deberá pensar en este campo con el mismo
acierto con que reflexiona sobre las cosas y los sucesos de la vida
cotidiana. Lo peor sería si se abandonara a quimeras o fantasías.
En todo momento debe conservar la claridad y hasta la sobriedad del
intelecto. Significaría el mayor desacierto el que, debido a estos
ejercicios, el discípulo perdiera su equilibrio interior y se quedara
impedido para juzgar las cosas de la vida cotidiana tan sana y claramente
como antes. Por tanto, el discípulo debe examinarse en todo momento para
verificar si, acaso, no ha quedado sin el equilibrio anímico, y si sigue
siendo el mismo ser humano dentro de las condiciones de su vida.
Apoyarse firmemente en sí mismo con un sentido claro para todo: esto es lo
que él debe conservarse. Ante todo, ha de tener sumo cuidado de no
abandonarse a vagas ensoñaciones ni entregarse a la práctica de cualesquiera
ejercicios. Todos los pensamientos característicos que aquí se transmiten,
han sido probados y practicados desde tiempos remotos en las escuelas
ocultas; y únicamente tales pensamientos se dan a conocer aquí. El que
quisiera emplear pensamientos de otra índole que él mismo se formara, o
sobre lo que hubiese oído o leído aquí o allá andaría extraviado y pronto se
encontraría en un camino de desenfrenadas quimeras.
Un ejercicio que ha de seguir al anteriormente descrito es el siguiente.
Obsérvese una planta plenamente desarrollada y compenétrese entonces del
pensamiento de que llegará el momento en que esa planta se marchitará y
perecerá. Nada perdurará de lo que tengo ahora ante mis ojos, pero esa
planta habrá entonces producido semillas que, más tarde, volverán a
convertirse en nuevas plantas. De modo que otra vez me percato de que, en lo
que mis ojos ven, existe algo oculto que ahora no veo. Me compenetro
entonces del pensamiento: dentro de poco, esta planta, con su forma y
colores, habrá dejado de existir. Pero la idea de que ella produce semillas
me enseña que no va a desvanecerse en la nada. Lo que la preserva de la
desaparición, no puedo verlo con mis ojos, lo mismo que no me fue posible
ver en la pequeña semilla, la futura planta.
Existe, pues, en la planta algo que mis ojos no pueden ver. Si dejo que en
mí viva este pensamiento, y si en mi interior se une a él el correspondiente
sentimiento, al cabo de cierto tiempo se desarrollará en mi alma otra fuerza
que se convertirá en una nueva visión. De la planta emergerá una especie de
llama espiritual que, naturalmente, será mayor en tamaño a la descrita
anteriormente. Esta llama producirá aproximadamente la sensación del color
azul-verdoso en su parte media, y rojo-amarillento en su borde exterior.
Debe advertirse expresamente que lo que aquí se define como "colores", no se
percibe de igual modo como los ojos físicos ven los colores; sino que la
percepción espiritual da lugar a una sensación parecida a la impresión
física del color. Tener la percepción espiritual de lo "azul" significa que
se nota, o se siente, algo similar a lo que se experimenta cuando la mirada
del ojo físico descansa sobre el color "azul". Esto debe tenerlo en cuenta
quien quiera elevarse paulatinamente hasta las verdaderas percepciones
espirituales. De lo contrario, esperaría encontrar en lo espiritual nada más
que una repetición de lo físico, lo que le causaría el más amargo
desconcierto.
Quien haya llegado al referido grado de visión espiritual ya habrá
conseguido mucho; pues se le revelarán las cosas no solamente en su ser o
existencia actual, sino también en sus procesos del nacer y perecer.
Comenzará a percibir en todas las cosas el espíritu del que nada puede saber
el ojo físico. Y es así como habrá dado los primeros pasos para llegar, con
el tiempo, a descifrar por propia visión, el enigma del nacimiento y de la
muerte. Para los sentidos exteriores, un ser aparece con el nacimiento y
desaparece con la muerte. Así parece porque los sentidos no perciben el
escondido espíritu de ese ser.
Para el espíritu, el nacimiento y la muerte son sólo una metamorfosis, así
como hay una metamorfosis que sucede ante nuestros ojos cuando del capullo
brota la flor. Para reconocerlo por propia visión, es preciso despertar el
sentido espiritual de la manera que hemos referido .
Para acallar desde un principio otra objeción que pudieran hacer ciertas
personas dotadas de alguna experiencia psíquica, agregaremos lo siguiente.
No queremos negar que haya caminos más cortos y métodos más sencillos, de
modo que hay quienes llegan por su propia visión a comprender los fenómenos
del nacimiento y de la muerte, sin antes haber pasado por todo lo descrito
en este libro.
Efectivamente, hay quienes poseen notables disposiciones psíquicas cuyo
desarrollo requiere tan sólo un leve estímulo; pero son los casos
excepcionales, mientras que la senda aquí indicada es camino seguro y válido
para todos. Es posible, ciertamente, adquirir algunos conocimientos químicos
por medios excepcionales; mas para llegar a ser químico hay que seguir el
camino habitual y seguro. Sería un grave error creer que con sólo imaginarse
la pequeña semilla o la planta, o sea, meramente representársela por medio
de la fantasía, se puede llegar más cómodamente a la meta.
Es cierto que quien lo haga, también podrá obtener resultados, pero de una
manera menos segura que la indicada. La visión a que se llegue será, en la
mayoría de los casos, simple espejismo de la fantasía, y haría falta
aguardar la transformación en auténtica visión espiritual. Lo que importa es
que, en vez de crearme yo mismo visiones al mero arbitrio, ha de ser la
realidad la que debe crearlas dentro de mi alma. La verdad ha de suscitarse
de las profundidades de mi propia alma, pero mi yo común no debe ser el mago
que intente hacer surgir la verdad, sino que como magos deben actuar los
seres cuya verdad espiritual deseo percibir.
Cuando el discípulo, mediante tales ejercicios, haya dado los primeros pasos
hacia la visión espiritual, podrá elevarse a la contemplación del ser humano
mismo. Al principio debe elegir fenómenos sencillos de la vida humana. Pero
antes de hacerlo, es necesario esforzarse en alcanzar la plena pureza de su
moralidad. El discípulo deberá desechar todo pensamiento que tienda a la
utilización de los conocimientos así adquiridos para satisfacción de su
interés personal. Tendrá que estar seguro de que no utilizará jamás para el
mal, el dominio que pudiere adquirir sobre sus semejantes.
Es por esta razón que todo aquel que, por visión propia, busque el
conocimiento de los misterios de la naturaleza humana deberá observar la
regla de oro de la verdadera ciencia espiritual. Y esta regla dice: si
intentas dar un paso hacia el conocimiento de las verdades ocultas, da a la
vez tres pasos hacia el perfeccionamiento de tu carácter referente al bien.
Quien observe esta regla podrá practicar ejercicios como el que se describe
a continuación.
Evóquese la imagen de una persona a quien se observó una vez cuando tenía el
deseo de obtener esto o aquello. Sobre ese deseo debe concentrarse la
atención. Lo mejor es traer a la memoria el momento en que el deseo había
alcanzado su mayor intensidad, siendo todavía inseguro si esa persona
obtendría o no lo anhelado. Compenétrese luego con la representación de lo
que en el recuerdo se puede observar, conservando la más absoluta quietud de
la propia alma.
Trátese, en la medida de lo posible, de permanecer ciego y sordo para todo
lo demás que suceda en torno, y póngase especial atención a que en el alma
nazca un sentimiento suscitado por la referida representación. Déjese que
este sentimiento suba en el alma como una nube sobre un horizonte sereno. Es
natural que, por lo general, esta observación quede interrumpida por no
haber observado durante suficiente tiempo a la persona en cuestión en aquel
estado de alma.
Probablemente, el intento resultará vano centenares de veces; mas no se debe
perder la paciencia. Después de numerosas tentativas, se llegará a
experimentar un sentimiento que corresponde al estado de ánimo de la persona
observada. Asimismo, después de algún tiempo se notará que, gracias a ese
sentimiento, surge en el alma propia una fuerza que se convierte en visión
espiritual del estado anímico de la otra persona. Aparecerá en el campo
visual una imagen que da la sensación de algo luciente. Y esta imagen
espiritual luciente es lo que se llama la manifestación astral del estado
anímico de aquel deseo.
Una vez más la característica de esta imagen puede describirse como
semejante a una llama. En el centro será rojo amarillento, y en el borde
evocará la sensación de azul rojizo o lila. Es menester tratar con
delicadeza tal visión espiritual; lo mejor es no hablar de ella a nadie, a
no ser al propio guía, si se tiene. Porque si se intenta describir tal
fenómeno por medio de palabras inadecuadas, frecuentemente se cae en graves
ilusiones. Se emplean las palabras usuales, no acuñadas para expresar
semejantes cosas y por tanto, demasiado groseras y pesadas. Resulta entonces
que la intención de expresarlo con palabras induce a uno a entremezclar en
la verdadera visión, toda clase de fantasías ilusorias.
Otra regla importante para el discípulo es la siguiente: "Aprende a guardar
silencio sobre tus visiones espirituales”; debes callar incluso ante tí
mismo; no trates de expresar en palabras, ni de analizar con el torpe
intelecto, lo que percibes en espíritu. Abandónate naturalmente a tu visión
espiritual sin enturbiarla con tu reflexionar, pues debes tener presente
que, al principio, tu capacidad de reflexionar no será comparable en modo
alguno, a tu facultad vidente. Tu facultad de raciocinar la adquiriste en tu
vida, que hasta ahora estaba limitada al mundo físico sensible y lo que
ahora estás conquistando sobrepasa esos límites. No trates, pues, de aplicar
a lo nuevo y más elevado, el patrón de lo anterior.
Sólo aquel que ya tenga alguna firmeza en la observación de experiencias
interiores, podrá hablar de ellas, para dar con sus palabras un estímulo a
otras personas. Otro ejercicio más puede completar el ya descrito. Obsérvese
de la misma manera a una persona a que se haya satisfecho algún deseo, o que
haya logrado la realización de una esperanza. Si se siguen las mismas reglas
y precauciones que las indicadas en el caso precedente, también se llegará a
una visión espiritual. Se advertirá el brotar de una llama espiritual cuyo
centro provoca la sensación de lo amarillo y cuyo borde se experimenta como
de color verdoso.
Semejantes observaciones sobre otras personas, pueden dar origen a que el
discípulo incurra en una falta moral: podría juzgar con desprecio, o sea,
falto de amor. Para que esto no suceda, tendrá que valerse de todos los
medios a su alcance. Observaciones de la referida índole deben realizarse
solamente por quien haya alcanzado un grado de desarrollo en el que ya lo
tenga por absolutamente seguro que los pensamientos son realidades
efectivas. Por consiguiente, no deberá permitirse pensar de los demás de
manera que sus pensamientos sean incompatibles con el más profundo respeto a
la dignidad y la libertad humanas. No debe, pues, entrar jamás en nuestro
ánimo la idea de que un ser humano pueda ser para nosotros simple objeto de
observación. Paralelamente, a cada observación oculta de la naturaleza
humana, la autoeducación debe conducirnos a respetar sin reserva el decoro
de cada individuo y a considerar, incluso en pensamientos y sentimientos,
como algo sagrado e inviolable, lo que mora en todo ser humano. Ha de
colmarnos un sentimiento de respeto sagrado a todo lo humano aún cuando lo
pensemos solamente en el recordar.
Sólo con estos dos ejemplos hemos tratado de ilustrar cómo puede lograrse la
iluminación referente a la naturaleza humana. Ellos sirvieron cuando menos
para indicar el camino a seguir. El alma de quien gane el sosiego y la
quietud interior indispensables para tal observación, ya con ello
experimentará una profunda transformación, y pronto alcanzará el punto en
que este enriquecimiento interior le confiera firmeza y calma hasta en su
conducta externa; conducta que, a su vez, repercutirá en beneficio de su
alma. Y así irá progresando. Sabrá encontrar medios y caminos para
descubrir, cada vez más, lo que de la naturaleza humana está oculto para los
sentidos exteriores; y llegará, además, a la madurez necesaria para formarse
una idea de las relaciones enigmáticas entre la naturaleza humana y todo lo
que existe en el universo.
Siguiendo este camino, el ser humano se aproxima más y más al momento en que
pueda dar los primeros pasos de la iniciación, si bien antes de poder darlos
se requiere otra cosa mas; algo cuya necesidad, por de pronto, el discípulo
tendrá dificultad en comprender; más tarde llegará a comprenderlo. Lo que el
candidato debe poseer escualor e intrepidez, desarrollados en cierto
sentido; incluso debe buscar las oportunidades favorables al desarrollo de
estas virtudes.
En la enseñanza oculta es necesario ejercitarlas metódicamente. La vida
misma es, sobre todo la vida en ese sentido, una buena, quizá la mejor,
escuela oculta. El discípulo ha de saber arrostrar serenamente un peligro, y
proponerse superar las dificultades sin temor. Por ejemplo, ante un peligro
debe inmediatamente fortalecer su ánimo diciéndose: "mi miedo de nada me
sirve; no debo sentirlo en absoluto; pensaré solamente en lo que hay que
hacer". Y debe alcanzar tanta firmeza que, en ocasiones en que antes estaba
temeroso, el "tener miedo", o el "desalentarse", resulten cosas imposibles
de invadirle, al menos para su sentir más íntimo. Es que mediante la
autoeducación en este sentido, el ser humano desarrolla dentro de sí fuerzas
bien definidas, necesarias para la iniciación en los misterios superiores.
Así como el hombre tísico necesita potencia de los nervios para usar sus
sentidos corpóreos, así también el hombre anímico tiene necesidad de la
fuerza que sólo puede desarrollarse en las naturalezas valerosas e
intrépidas. Quien penetra en los misterios superiores, percibe hechos que
permanecen ocultos a la vista del hombre común, debido a la ilusión de los
sentidos. Si bien los sentidos físicos no nos permiten percibir la verdad
superior, son precisamente por eso nuestros bienhechores. Gracias a ellos,
se ocultan para el hombre cosas que, sin la debida preparación, le causarían
inmensa consternación, y cuyo aspecto no podría soportar. El discípulo debe
aprender a enfrentarse a tal aspecto. Al desarrollarse espiritualmente
pierde ciertos apoyos del mundo exterior, que antes poseía gracias a la
circunstancia de haber vivido en la ilusión. La situación es exactamente así
como si a alguien se le señalase un peligro al que estuvo expuesto durante
mucho tiempo sin saberlo. Antes no tenía miedo; pero ahora que lo sabe le
sobreviene el miedo, aunque el peligro no por conocerlo, sea mayor.
Entre las fuerzas que actúan en el mundo, las hay destructivas y
constructivas; el destino de los seres que exteriormente existen, es nacer y
desaparecer. El vidente debe penetrar con la mirada en el obrar de esas
fuerzas y en el decurso de ese destino; habrá de quitársele el velo que en
la vida común cubre los ojos espirituales. Pero el hombre mismo se halla
vinculado a dichas fuerzas y a dicho destino. En su propia naturaleza
existen fuerzas destructivas y constructivas. Así como los demás hechos se
presentan sin velo ante el ojo del vidente, así también la propia alma se
presenta sin velo a sí misma. Ante este conocimiento de sí mismo, el
discípulo no debe perder fuerza, la que únicamente no le faltará, si la
posee en abundancia. Para lograrlo ha de aprender a mantener tranquilidad
interior y firmeza en las situaciones difíciles de la vida; cultivar dentro
de sí la firme confianza en las fuerzas del bien de la existencia; estar
preparado para descubrir que ciertos móviles que hasta ahora le guiaban,
cesan de hacerlo; comprender que antes, frecuentemente obraba y pensaba
porque se hallaba embargado por la ignorancia. Dejará de valerse de motivos
como los que antes le guiaban. A veces solía obrar por vanidad, ahora
comprenderá cuan inmensamente fútil es toda vanidad para el que sabe. Si
obraba por avaricia, se dará cuenta de cuan destructiva es la avaricia.
Tendrá que desarrollar incentivos totalmente nuevos para actuar y pensar, y
para ello son precisamente necesarios el valor y la intrepidez.
Sobre todo se trata de cultivar ese valor y esa intrepidez en lo más íntimo
de los pensamientos. El discípulo ha de aprender a no descorazonarse por los
fracasos, y a ser capaz de pensar: "Voy a olvidar que nuevamente he
fracasado en este propósito, y haré otra tentativa como si nada hubiera
acontecido". Así, se abre paso hacia la convicción de que en el mundo son
inagotables las fuentes de las que se puede sacar fuerza.
Siempre de nuevo se dirigirá a lo espiritual que lo elevará y le dará sostén
todas las veces que su ser terrenal resulte impotente y débil. Adquirirá la
capacidad de vivir mirando hacia el porvenir, sin dejarse inquietar en esta
aspiración por las experiencias del pasado. Cuando el hombre posea las
referidas cualidades hasta cierto grado, tendrá la madurez para conocer los
verdaderos nombres de las cosas, clave del saber superior, pues la
iniciación consiste en que se aprende a utilizar para las cosas del mundo,
los nombres que tienen en el espíritu de sus creadores divinos. Estos
nombres encierran los misterios de las cosas. El lenguaje de los iniciados
se diferencia del de los no iniciados en que los primeros emplean para los
seres los nombres por los que fueron creados. |
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