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LA DISCIPLINA
Todas las religiones han insistido en alguna clase de autodisciplina para
moderar los instintos del bruto en el ser humano. Los santos y los
místicos han afirmado haber alcanzado la Divinidad por medio de la
autodisciplina. Ahora bien, tales disciplinas son en realidad un obstáculo
para la realización plena del ser humano. Sin embargo, en este asunto como
en todos los demás, lo verdaderamente importante no es saber quién
está en lo cierto, sino descubrir por nosotros mismos la verdad al
respecto, no de acuerdo con lo que diga tal o cual santo, o una persona
procedente de la India o de otro lugar, cuanto más exótico mejor.
Los seres humanos estamos atrapados entre estas dos opciones: alguien dice
“disciplina” y otro dice “no disciplina”. Lo que ocurre en general es que
elegimos lo más cómodo, lo más satisfactorio: nos gusta la asociación, o
la persona, su aspecto, su personal idiosincrasia, favoritismo y todo lo
demás... y nos asociamos o lo seguimos.
Descartando, pues, todo eso, examinemos esta cuestión directamente y
descubramos la verdad al respecto por nosotros mismos. Porque esta
cuestión implica muchas cosas importantes, y tenemos que enfocarla con
mucha cautela.
Casi todos deseamos que alguien con autoridad nos diga lo que debemos
hacer. Buscamos directivas para nuestra conducta porque nuestro instinto
es estar a salvo, no sufrir más. Se dice que alguien ha realizado la
felicidad, la suprema dicha, o lo que sea, y esperamos que él nos diga qué
hay que hacer para llegar a ese estado. Eso es lo que queremos: deseamos
esa misma felicidad, esa misma quietud interior, ese júbilo; y en este
enloquecido mundo de confusión, queremos que alguien nos diga lo que
debemos hacer. Ese es, en realidad, el instinto fundamental de casi todos
nosotros; y, conforme a ese instinto, establecemos nuestra norma de
acción.
Sin embargo, no puede alcanzarse a Dios, a ese algo supremo, innominable y
que no puede medirse con palabras, por medio de la disciplina, siguiendo
determinada norma de acción. Deseamos llegar a una meta determinada, a un
fin establecido, y creemos que con la práctica, mediante la disciplina,
reprimiendo o dando rienda suelta, sublimando o substituyendo, seremos
capaces de encontrar lo que buscamos.
Casi todos sentimos que debemos, mediante alguna clase de disciplina,
subyugar o dominar al bruto, a eso repugnante y primitivo que hay en
nosotros. Pero ese bruto, esa faz repugnante, no puede dominarse mediante
la disciplina. Es más, deberíamos ver con claridad lo que hay implícito en
la disciplina, porque disciplina e inteligencia no pueden ir juntas.
Lo que entendemos por disciplina es una línea de acción que promete una
recompensa; una línea de acción que, si la seguimos, nos dará lo que
deseamos, ya sea positivo o negativo. Una norma de conducta que, si se la
pone en práctica de un modo diligente, asiduo y lleno de ardor, me dará al
final lo que yo deseo. Puede que sea doloroso, pero estoy dispuesto a
pasar por ello para conseguir lo que quiero. Es decir, queremos
transformar, subyugar, al “yo” que es agresivo, egoísta, hipócrita,
impaciente, miedoso ‑todo lo que sabemos-, a ese “yo” que es la causa del
bruto en nosotros.
Pero esta transformación no puede realizarse
por medio de la disciplina, sino de una comprensión inteligente del pasado
del “yo”, de lo que es el “yo”, de cómo surge a la existencia y qué
hacemos nosotros cuando aparece en nuestra vida.
Es decir, no destruiremos al bruto en el ser humano por medio de la
coacción sino por medio de la inteligencia Y esa inteligencia no es
cuestión de disciplina. Olvidemos por ahora lo que han dicho los santos y
todo el resto de la gente, y ahondemos el asunto por nosotros mismos, como
si por primera vez considerásemos este problema; y entonces, al final,
quizá podamos obtener algo creador, no meras citas de lo que otras
personas han dicho, todo lo cual es tremendamente vano e inútil.
Primero decimos que en nosotros hay conflicto: lo negro contra lo blanco,
la codicia contra la “no codicia”, y todo lo demás. Yo soy codicioso, lo
cual trae dolor; y para librarme de esa codicia, debo disciplinarme. Esto
es, debo resistir cualquier forma de conflicto que me cause dolor,
conflicto que en este caso llamo codicia. Luego digo que ello es
antisocial, inmoral, que no es santo, y lo demás ‑las diversas razones de
índole social y religiosa que damos para resistirle. Pero nuestra codicia
no puede destruirse ni eliminarse por la coacción. Examinemos, en
primer lugar, el proceso que implica la represión, la compulsión, el
eliminar la codicia; el resistirle.
Tenemos que ver claramente lo que ocurre cuando ofrecemos resistencia
a lo que es, en este caso la codicia, ver asimismo qué es eso que resiste
a la codicia.
¿Por qué ofrecemos resistencia a la codicia, y cuál es el ente que dice
“yo” debo estar libre de codicia”?
El ente que dice “yo debo estar
libre”, es también codicia. y de eso debemos darnos cuenta Porque hasta
aquí la codicia nos ha traído ventaja, pero ahora ella resulta
penosa, y por lo tanto decimos: “debo librarme de la codicia”. El motivo
para librarnos de ella continúa siendo un proceso de codicia, porque uno
quiere ser algo que no es. La “no codicia” es ahora provechosa, y por ello
busco la “no codicia”; pero el móvil, la intención, sigue siendo el ser
algo, el ser “no codicioso”, lo cual continúa siendo codicia, indudablemente.
Y todo esto es asimismo una forma negativa de la acentuación del “yo”.
Encontramos, pues, que por diversas razones que son obvias, el ser
codicioso causa dolor. Mientras disfrutamos de ello, mientras vale la pena
ser codicioso, no hay problema. La sociedad nos estimula de diferentes
maneras a ser codiciosos; también nos estimulan de diverso modo las
religiones. Mientras resulta provechoso, mientras no causa dolor,
proseguimos con ello. Pero no bien se vuelve penoso, deseamos resistirle.
Esa resistencia es lo que llamamos “disciplina contra la codicia”. Pero es
imposible librarnos de la codicia por la resistencia, por la sublimación,
por la represión. Cualquier acto por parte del “yo”, con el deseo de
librarse de la codicia, sigue siendo codicia. Es evidente, por lo tanto,
que ninguna reacción de mi parte respecto de la codicia es la solución.
Antes que nada se necesita una mente serena, una mente no perturbada, para
comprender cualquier cosa,
especialmente algo que uno no conoce, algo en lo que la mente no puede
penetrar: eso que que llamamos Vida. Para comprender cualquier cosa,
cualquier problema intrincado ‑de la vida de relación, cualquier problema,
en realidad-, la mente necesita cierta serena profundidad. Pero a
esa serena profundidad no se llega por ninguna forma de coacción. La mente
superficial puede forzarse, hacerse serena; pero, sin duda, esa serenidad
es la quietud de la decadencia, de la muerte. No es capaz de
adaptabilidad, de flexibilidad, de sensibilidad. La resistencia, pues, no
es el camino.
Ahora bien, para ver esto se requiere inteligencia. Y comprender que la
mente se embota con la coacción, es ya el principio de la inteligencia. Lo
es el ver que la disciplina es mera conformidad a una norma de acción, por
obra del miedo y del deseo. Porque eso es lo que está implícito en el
hecho de disciplinarnos a nosotros mismos: tememos no conseguir lo que
deseamos. Y lo que ocurre cuando disciplinamos la mente, cuando
disciplinamos nuestro ser es que nos volvemos muy duros,
inflexibles, faltos de agilidad, inadaptables. Es posible que conozcamos a
personas que se han disciplinado, si es que tales personas existen. El
resultado, evidentemente, es un proceso de decadencia. Hay un conflicto
interior que uno echa a un lado, que uno oculta; pero que siempre está
ahí, candente.
Vemos, pues, que la disciplina, que es resistencia, crea un hábito, y el
hábito, evidentemente, no puede producir inteligencia: el hábito jamás lo
es, la práctica jamás lo es. Podemos ser muy hábiles con los dedos
practicando en el piano todo el día, haciendo algo con las manos; pero se
requiere inteligencia para dirigir las manos, y ahora estamos investigando
esa inteligencia.
Si vemos a alguien que consideramos feliz o que creemos ha “alcanzado”, y
él hace ciertas cosas, nosotros, deseando esa felicidad, lo imitamos. Esa
imitación se llama disciplina. Imitamos a fin de recibir lo que otro
tiene; copiamos a fin de ser felices, como nos figuramos que él es. Pero,
la felicidad no se encuentra por medio de la disciplina. Y poniendo en
práctica cierta regla, practicando cierta disciplina, una norma de
conducta, no podemos ser libres.
Para descubrir, tiene sin duda que haber libertad. Si hemos de descubrir
algo, debemos ser interiormente libres, lo cual es obvio. Y no soms libres
dirigiendo nuestra mente de un modo determinado, cosa que llamamos
disciplina. No lo somos, evidentemente. Somos una simple máquina de
repetir; resistimos de acuerdo con cierta conclusión, con cierto modo de
conducta. La libertad, pues, no puede llegar por medio de la disciplina.
La libertad sólo puede surgir con la inteligencia; y esa inteligencia se
despierta, o tenemos esa inteligencia, tan pronto vemos que cualquier
forma de coacción niega la libertad, interior o externa.
De modo que el primer requisito ‑no se trata de disciplina- es
evidentemente la libertad; y sólo la virtud brinda esa libertad. La
codicia es confusión; la ira es confusión, la aspereza es confusión.
Cuando eso lo vemos, es evidente que ya estamos libres de tales cosas. No
es que vayamos a resistirles; vemos que sólo siendo libres podemos
descubrir, que ninguna forma de coacción es libertad, y que así no hay
descubrimiento. Lo que la virtud hace, es darnos libertad. La persona que
no es virtuosa está confundida; y, desde luego, no podemos descubrir cosa
alguna en medio de la confusión. Es imposible.
La virtud no es, pues, el producto final de una disciplina; la virtud es
libertad, y la libertad no puede surgir mediante acción alguna que no sea
virtuosa, que no sea verdadera en sí misma. Nuestra dificultad consiste en
que la mayoría de nosotros hemos leído tanto, hemos seguido
superficialmente tantas disciplinas: levantarnos todas las mañanas a
cierta hora, sentarnos en cierta postura, tratando de dominar la mente de
cierta manera. Ya lo sabemos: práctica, práctica, disciplina. Porque se
nos ha dicho que si hacemos esas cosas durante un cierto número de años,
al final tendremos a Dios. Puede que lo expresemos con crudeza, pero esa
es la base de nuestro pensar. Pero Dios, a buen seguro, no llega con tanta
facilidad. Dios no es artículo negociable: yo hago esto y tú me das
aquello.
La mayoría de nosotros está tan condicionada por influencias externas, por
doctrinas religiosas, por creencias y por nuestra propia exigencia íntima
de llegar a algo, de ganar algo, que es muy difícil para nosotros pensar
de un modo nuevo sobre este problema, sin hacerlo en términos de
disciplina. Primero debemos ver muy claramente lo que implica la
disciplina, cómo contrae la mente, cómo la limita, cómo la obliga a una
acción determinada por obra de nuestro deseo, de las influencias y de todo
lo demás. Y no es posible que una mente condicionada sea libre, por
“virtuoso” que sea ese “condicionamiento”; y esa mente, por lo tanto, no
puede comprender la realidad. Y Dios, la realidad, o como nos plazca
llamarle ‑el nombre no importa- sólo puede manifestarse cuando hay
libertad; y no hay libertad donde hay coacción, positiva o negativa, por
causa del temor y del deseo. No hay libertad si buscamos un fin, porque
ese fin nos ata. Puede que estemos libres del pasado, pero el futuro nos
retiene; y eso no es libertad. Y sólo en la libertad puede uno descubrir
algo: una nueva idea, un sentimiento nuevo, una nueva percepción. Y toda
forma de disciplina basada en la coacción niega esa libertad, ya sea
política o religiosa. Y puesto que la disciplina ‑que es adaptación a una
acción con un fin en vista- ata la mente, ésta nunca puede ser libre. Sólo
puede funcionar dentro de ese surco, a semejanza de un disco de vinilo.
Por la práctica, por el hábito, por el cultivo de un ideal, la mente sólo
logra el objetivo que tiene en vista. No es libre, por lo tanto; no puede
realizar aquello que es inconmensurable. La comprensión de ese proceso
total, de por qué nos disciplinamos constantemente de acuerdo con la
opinión pública; con ciertos santos; ‑eso de adaptarnos a la opinión, ya
sea la de un santo o la del vecino, pues lo mismo da-; el darse cuenta de
toda esa conformidad por medio de la práctica, de los modos sutiles de
someternos, de negar, de afirmar, de reprimir, de sublimar, todo lo cual
implica adaptación a un modelo: el darnos cuenta de todo eso es ya el
principio de la libertad, de la cual surge la virtud.
La virtud, por cierto, no es el cultivo de una idea en particular. La “no
codicia”, por ejemplo, si se la persigue como un fin, ya no es virtud. En
otras palabras, no somos virtuosos si tenemos conciencia de no ser
codiciosos. Y, sin embargo, eso es lo que hacemos por medio de la
disciplina.
La disciplina, la conformidad, la práctica, no hacen más que acentuar la
autoconciencia de ser algo. La mente practica la “no codicia”, y, por lo
tanto, no está libre de su propia conciencia de ser “no codiciosa”; ella
no es, pues, en realidad, “no codiciosa”. Lo que ha hecho es ponerse un
nuevo manto, que denomina “no codicia”. Podemos ver el proceso total de
todo esto: la “motivación, el deseo de un resultado, la adaptación a un
modelo, el deseo de seguridad siguiendo una norma; todo eso no es más que
el movimiento do lo conocido a lo conocido, siempre dentro de los límites
del proceso por el que la mente se aprisiona a sí misma.
El ver todo eso, el captarlo, es el principio de la inteligencia, y la
inteligencia no es en sí virtuosa ni “no virtuosa”; no se la puede
acomodar dentro de un molde en calidad de virtud o de “no virtud”. La
inteligencia trae libertad, que no es libertinaje ni desorden. Sin esa
inteligencia no puede haber virtud; y la virtud da libertad, y en la
libertad surge la realidad.
Si vemos todo el proceso integralmente, en su totalidad, descubriremos que
no hay conflicto. Es porque estamos en conflicto, y porque deseamos
escapar a ese conflicto, que recurrimos a diversas formas de disciplinas,
abnegaciones y ajustes. Mas cuando vemos lo que es el proceso del
conflicto, ya no hay problema de disciplina porque entonces comprendemos
de instante en instante las modalidades del conflicto. Eso requiere estar
muy alerta, una vigilancia incesante; y lo curioso de ello es que, aunque
no nos vigilemos de continuo, interiormente continúa un proceso de
registro, una vez que la intención existe. La sensibilidad ‑la
sensibilidad interior- registra toda impresión a cada instante, de modo
que lo interno proyectará esas impresiones en el momento en que estemos
serenos.
Por consiguiente, no se trata de disciplina. La sensibilidad jamás puede
manifestarse por la fuerza. Podemos obligar a un niño a hacer algo,
sentarlo en un rincón, y puede que él esté quieto; pero en su fuero intimo
estará furioso, mirando por la ventana, haciendo algo para escaparse. Eso
es lo que seguimos haciendo. De suerte que el problema de la disciplina, y
el de decidir quién está en lo cierto y quién está equivocado, sólo uno
mismo puede resolverlo.
Observemos que tememos equivocarnos porque deseamos tener éxito. El temor
está en lo profundo del deseo de ser disciplinado; pero lo desconocido no
puede ser atrapado en la red de la disciplina. Todo lo contrario. Lo
desconocido requiere libertad, no el molde de nuestra mente. Por eso es
que la tranquilidad de la mente es esencial. Cuando la mente es consciente
de que está tranquila, deja de estarlo; cuando es consciente de ser “no
codiciosa” de que está libre de codicia, se reconoce a sí misma en su
nuevo atavío de “no codicia”; pero eso no es quietud. Por tal motivo debe
uno también comprender el problema que implica este asunto de la persona
que reprime y aquello que es reprimido. No son, por cierto, fenómenos
separados, sino un fenómeno conjunto: el dominador y lo dominado son uno
solo.
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