Ciertamente, la Democracia, con respecto a los regímenes dictatoriales,
significa un paso de la humanidad hacia adelante. Pero, ni la Democracia es
el fin del camino que debemos recorrer ni es un sistema tan avanzado y
perfeccionado como se quiere hacer ver. Las democracias actuales, por las
que tantas personas se han sacrificado y han derramado su sangre, es el
marco social en el que se está desarrollando una nueva rebelión, esta vez
verdaderamente espiritual y que no utiliza la violencia física, que impulsa
y establece este nuevo concepto de la vida, de la humanidad y de la
civilización.
La Democracia se nos presenta hoy como la forma de gobierno más refinada,
como la superación de toda Dictadura, fruto de la evolución e, incluso, de
la lucha de los oprimidos hacia formas más avanzadas de justicia. Se nos
quiere hacer ver que es el sistema de gobierno más evolucionado, y que es
completamente antagónica a cualquier forma de autoritarismo. Y, sin embargo,
en el fondo, la única diferencia que verdaderamente existe entre Democracia
y Dictadura es un juego de palabras cuyo único objetivo es no decir las
cosas por su nombre, y que pretende engañar y deslumbrar a los pobres
explotados. Éstos, en su simplicidad, se sienten felices porque en
Democracia pueden cantar juntos canciones sobre la libertad.
La Dictadura reorganiza a los individuos y a las sociedades por la fuerza y
los controla directamente. La Democracia los manipula y los hace jugar el
propio juego del Poder. El principio de la Democracia es permitir la “libre”
iniciativa de los individuos y grupos, sabiendo bien que se encuentran en un
marco de explotación y opresión. Los seres humanos actúan para el
mantenimiento del Estado, al cual no consiguen renunciar. La Democracia no
se expresa a través de los servicios secretos, sino más bien en el intento
de ofrecer a cada individuo un poder ilusorio, de hacerle participar en
decisiones que de todas formas están tomadas de antemano, ya inscritas en la
lógica del dominio. Dominio que se encuentra omnipresente en las estructuras
materiales y en las relaciones humanas hasta tal punto que penetra en los
comportamientos y en las convivencias.
El Poder, a través del Estado y del Capital, ofrece una participación que
resulta únicamente útil a su propia existencia. En este contexto, promociona
proyectos de reforma para hacer el Estado cada vez más social, y situarlo en
un nivel donde los ciudadanos puedan participar, aunque en verdad no puedan
regular nada. Semejantes reformas descentralizan las estructuras del Estado,
y no sólo dejan intacto su poder. Al contrario, estas medidas lo multiplican
y hacen de todas las personas individuos-masa.
La Dictadura del Estado tiende a reforzar los
procedimientos democráticos y su formalismo. De esta forma facilita la
sumisión de toda la sociedad al sistema mercantil y permite al Capital
ejercitar su presión por doquier, sin que tenga que recurrir permanentemente
a la coacción. No existe una Democracia mejor, ni más justa o participativa.
Ésta es únicamente la mercancía barata y demagógica por la que se esfuerza
la izquierda senil y decadente.
La estrategia del engaño y del doble discurso
pertenece a la esencia misma de la Democracia, ya que ésta sólo puede
funcionar utilizando mecanismos de decisión minoritarios, al tiempo que
necesita de forma imperativa proclamar hasta la saciedad que se fundamenta
en el respeto al sentir general o mayoritario.
Se dice que la Democracia es una ley de mayorías. Probablemente sea éste el
mito más sólido sobre el que se edifica la Democracia. La mayoría es el ente
abstracto con atributos de autoridad incuestionables sobre el cual nadie
duda o vacila, el dios pagano que utiliza la Democracia a la hora de cometer
sus desmanes. Pero es siempre una minoría del “cuerpo electoral” quien
decide qué partido político tendrá el peso para optar al gobierno del país
y, dentro del partido que han elegido, es una exigua minoría quien decide
otorgar las riendas del gobierno a tales o cuales personas, que serán los
representantes últimos de la oligarquía democrática.
Se deben reconocer todos los intereses, sean mayoritarios, minoritarios, o
individuales. La ley de la mayoría no es la ley de la razón, y la historia
tiene mucho que decir al respecto. No debe tratarse a las personas como
porcentajes en función de los cuales se dan o se quitan derechos –muy pocos
saben hoy en día que los derechos sólo pertenecen a los esclavos.
El término “tolerancia” es uno de los más utilizados, ya no sólo por los
políticos u ONG’s, sino también por las gentes de a pie. Hay que ser
tolerantes para todo y con todo. Detrás de esto se encuentra el interés de
que la persona no cuestione nada de lo que le es dado. Ocurrió lo mismo con
el concepto de “libertad” –hoy la libertad es la de elegir los colores del
teléfono móvil, y lo mismo está ocurriendo con este y otros conceptos.
La tolerancia se presenta, pues, como una actitud conformista que nos induce
a aceptar las cosas como son y como vienen, porque gracias a esa tolerancia
la convivencia en Democracia es posible. De hecho, la tolerancia significa
para el rebaño consentir, aguantar y permitir. La tolerancia se convierte en
una actitud de mansedumbre por un lado y, por otro, en una posición opuesta
y hostil a aquellos grupos o personas que muestran una postura crítica al
Sistema. Pero hay cosas que una persona no debe tolerar, como por ejemplo
todo aquello que reprime y niega la propia realización como ser humano.
Existe en la actualidad un discurso humanista que usa y abusa de las grandes
y bellas palabras. El Poder vacía a las palabras de su verdadero contenido,
las limita y las ajusta a sus propios intereses.
Un molde de conceptos es impuesto a la sociedad, éstos se repiten hasta la
saciedad y acaban transformándose en consigna y en lema. Y el ser humano ha
de estructurar su mente y su realidad para que quepa todo en este molde. Y
si algo no cabe es subversión, locura… intolerancia. La gran Libertad, con
mayúsculas, afirmada por el humanismo, niega toda posibilidad de ejercicio
comunitario de liberación. La “libertad” que permite el Poder se encuentra
codificada con unos cauces precisos para su representación como pueden ser
la Democracia o la constitución.
Pero en la utilización de las grandes palabras tolerantes hay algo que el
Estado calla y que callando oculta: la realidad, nada metafísica, de la
existencia cotidiana de la humanidad actual. Es decir, la manipulación, la
represión y el conflicto, la explotación del ser humano y del medio, la
pobreza y, siempre, el dolor.
Así, todas las organizaciones sociales existentes, por
más que estén basadas en relaciones de dominación y explotación, son
comprendidas y respetadas por el tolerante. Todas las formas en las que la
vida se expresa son igualmente bellas a sus ojos de televidente, según él
mismo confiesa, aunque en el fondo de su alma no sabe en realidad si
tolerarlas o no. Pero, en todo caso, lo que la injusticia le produce no es
una reacción de total rechazo, sino una reacción de estupor intelectual ante
el conflicto originado. Porque lo que de verdad molesta al tolerante no es
la dominación, sino el conflicto.