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El diablo y la religión.
Nos
encontramos pues, con que el diablo es una institución enteramente cristiana. El
cristianismo es el que le dará todas sus formas y su constitución, le dotará de
sus atributos, y creará toda una ciencia a su alderredor: la demonología.
Demonología que será la antítesis pura y simple de la Teología o estudio de Dios
y que, como ésta, tendrá sus grandes tratadistas y filósofos.
El diablo
empezará a gozar, con todo ello, de una creciente popularidad. Mientras que, en
los tiempos antiguos, el demonio era el chivo expiatorio a cuya malevolencia se
cargaban todas las desgracias que recaían sobre la humanidad, y más tarde un
elemento de coerción que empujaba al hombre al bien ante el temor al castigo
(aunque la Biblia nos hable ya en algunas ocasiones de tratos con el diablo), la
Edad Media nos ofrece un profundo cambio en este orden de ideas. De pronto,
observamos, un gran número de hombres y mujeres dejan de temer al diablo para
quererlo, para desearlo, para adorarlo, para convertirse en sus aliados, y
servidores. ¿Por qué todo esto? No es, ciertamente, tan sólo a causa de la
creciente importancia que le va dando la Iglesia... aunque esto, indudablemente,
influya en todo el contexto. Muchos autores creen ver la motivación última de
este creciente interés e inclinación hacia el diablo de una parte del pueblo
medieval en la gran riqueza y poder que poseía la Iglesia por aquel entonces. En
efecto, durante todo el medievo, la Iglesia se caracterizó por la exhibición de
una gran riqueza material, que se traslucía tanto en el
poder
que detentaban sus miembros como en el lujo de sus obras, en los tesoros que
albergaban sus catedrales, en sus cultos, en su liturgia. Era lógico que esta
desmesurada ostentación de riqueza, ante la miseria de la mayoría del pueblo,
hiciera que muchos se preguntaran: si la Iglesia (si Dios) es tan rico y
poderoso, mientras que nosotros pasamos hambre y tanta miseria; si el Señor nos
ha rehusado la posesión de todos estos bienes y pertenencias, dándoselos en
cambio tan sólo a sus ministros, ¿ por qué no pedírselos nosotros al Diablo que,
como enemigo ancestral de Dios, se hallará también en situación de dárnoslos, y
lo hará gustosamente con tal de que reneguemos de Dios? ¿Por qué no convertir al
diablo en nuestro dios, para que nos dé las riquezas y el poder que la Iglesia
nos niega?
Así es
probable que se iniciara el culto al demonio... un culto que, lejos de disminuir
con el tiempo, fue aumentando progresivamente, ganando adeptos día a día... ya
que el diablo, como personificación del mal, no entiende de actos lícitos e
ilícitos, por lo que para él todos los actos están permitidos, incluso los más
execrables, mientras que la Iglesia por el contrario, prohibe más cosas que las
que permite.
Como dice
muy bien Grillot de Givry, la realización de esta lógica debía de ser fatal: no
se muestra impunemente al diablo en las catedrales, durante diez siglos, a
treinta generaciones de seres humanos, sin que aparezcan curiosos deseosos de ir
a verlo realmente, aduladores para ir a hacerle la corte, revolucionarios para
entregarse a él en cuerpo y alma. El diablo empezó a tener así sus servidores...
que son los que han llevado su leyenda hasta nuestros días.
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