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La ternura.

Sentimos ternura hacia los diversos seres con los cuales nos sentimos tan unidos que somos poco menos que capaces de ponernos en su lugar y experimentar en nuestro propio "yo" su estado interior. En las relaciones entre personas aparecen a la vez una imposibilidad y una necesidad de comprensión de los estados interiores mutuos, de su alma, con la posibilidad y la necesidad de manifestarlas. Ternura es una sensibilidad para con los estados del alma del otro.

La ternura es una actitud afectiva interior y no se limita a las manifestaciones externas, que pueden ser puramente convencionales. Por el contrario, siempre es individual, interior e íntima, rehuye las miradas, por lo menos hasta cierto punto, es púdica. No puede manifestarse libremente más que respecto de aquellos que la comprenden y sienten.

Si las manifestaciones de ternura sirven para satisfacer sobre todo nuestras necesidades de afectividad, el desinterés desaparece. Un cierto utilitarismo entra en el amor humano. Hay que vigilar para que las diversas manifestaciones de la ternura no se transformen en medios de satisfacer las necesidades sexuales. De modo que no puede prescindirse de un verdadero dominio de sí, que viene a ser el índice de la sutileza y la delicadeza interior de la actitud para con la persona de sexo diferente. Mientras la sensualidad incita al placer y la persona por ella dominada no ve ni siquiera que puede haber otro sentido y otro estilo de relaciones entre el hombre y la mujer, la ternura revela este sentido y estilo, vigilando, enseguida para que no se pierdan.

Todos aquellos que tienen una necesidad particular de ternura

-los débiles, los enfermos, los que padecen física o moralmente- tienen derecho a ella. Los niños, para quienes la ternura es un medio natural de manifestar el amor (no sólo para ellos, por otra parte) tienen un derecho particular al cariño. Por consiguiente, es necesario aplicar a estas manifestaciones, sobre todo exteriores, una medida única, la del amor de la persona.

El amor de la persona y entre las personas ha de reunir la ternura y una cierta firmeza e intransigencia. En otro caso, se convertirá en enternecimiento, sensiblería y debilidad. No ha de olvidarse que el amor humano es también una lucha por el ser humano y por su bien.

No están moralmente justificadas más que las formas de ternura que corresponden plenamente al verdadero amor de la persona y no lo están cuando se deben a la afectividad o sensualidad. A menudo la "ternura" prematura destruye el amor y la familiaridad excesiva es una forma de placer sexual.

Sólo por la templanza, la castidad y la continencia se forma y desarrolla la ternura. Es peligroso experimentar el amor de forma superficial y, al mismo tiempo, usar esta "materia" de la que están formados el hombre y la mujer. En tal caso ni el hombre ni la mujer podrán alcanzar el bien esencial ni el aspecto objetivo del amor, sino que se quedarán en las manifestaciones puramente subjetivas, sin extraer de ellas más que un placer inmediato. En vez de comenzar siempre de nuevo y de crecer, semejante amor se interrumpe continuamente y acaba.

La ternura es el arte de "sentir" a la persona, al ser humano en su totalidad. La ternura crea una atmósfera interior de armonía y comprensión mutua. La mujer espera ternura del hombre y tiene un derecho particular a esa ternura en el matrimonio, donde se da al hombre y vive esos momento y períodos tan difíciles e importantes de su existencia que son el embarazo, el parto y todo lo que con ellos se relaciona. Su vida afectiva es, en general, más rica que la del hombre y, por consiguiente, tiene mayor necesidad de ternura y cariño. El hombre también lo necesita, pero bajo otra forma y en distinta medida. En ambos, la ternura crea la convicción de que no están solos y de que su vida es compartida por el otro. Semejante convicción es para ellos una gran ayuda y refuerza la conciencia que tienen de su unión. No puede haber una verdadera ternura sin una verdadera continencia, que tiene su origen en la voluntad siempre dispuesta a amar y triunfar de la actitud de placer que la sensualidad y la concupiscencia tratan de imponer.

El amor del hombre y la mujer no puede construirse más que por medio del sacrificio de sí mismo y del renunciamiento. "El que quiera venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo..."

 

 

 

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