LO CONOCIDO Y LO DESCONOCIDO
Nuestra mente sólo conoce lo
conocido. Sin embargo, en el interior de muchísimas personas hay algo, una
fuerza, que les impulsa a buscar lo desconocido, la realidad, Dios como
queramos llamarlo. ¿Existe en ti ese apremio que te impulsa a buscar, a
encontrar a Dios, la felicidad, la paz...?
Cada uno de nosotros debe pensar
muy seriamente en ello, porque lo esencial no es esa búsqueda, ni
encontrar a Dios, la felicidad o lo que fuere que nos dará placer y
seguridad. Lo verdaderamente importante no es considerar
qué es lo que nos impulsa ni qué es lo que deseamos, sino comprender por
qué hay en nosotros tanta confusión, tanta inquietud, lucha y antagonismo,
comprender todas las cosas estúpidas que hay en nuestra vida.
He conocido muchas cosas; no me han dado
felicidad, ni satisfacción, ni alegría. Por eso quiero ahora otra cosa que
me dé mayor alegría, mayor felicidad, mayor vitalidad, lo que sea. Pero lo
conocido es mi mente, porque mi mente es lo conocido, el resultado del
pasado, y esa mente no puede esa mente buscar lo desconocido.
Si yo no conozco la realidad, lo
desconocido, ¿cómo puedo buscarlo? Debe, por cierto, venir a mí; yo no
puedo ir en pos de lo desconocido. Si voy en su búsqueda, voy en pos de
algo que es lo conocido, de algo proyectado por mí.
Nuestro problema, pues, no es el de saber
qué es lo que en nosotros nos impulsa a hallar lo desconocido. Eso es
bastante claro. El problema es nuestro propio deseo de estar más seguros,
de ser más permanentes, más estables, más felices, de escapar al tumulto,
al dolor, a la confusión. Ese es, por cierto, nuestro evidente impulso. Y
cuando existe ese impulso, ese apremio, hallaremos un escape maravilloso,
un maravilloso refugio, en Buda, en Cristo, o en las banderas políticas y
otras cosas más. Eso no es la realidad; eso no es lo incognoscible, lo
desconocido. Por lo tanto, el apremio por lo desconocido ha de terminar,
la búsqueda de lo desconocido ha de cesar; lo cual significa que tiene que
haber comprensión de lo conocido acumulativo, que es la mente. La mente
debe comprenderse a sí misma como lo conocido, porque eso es todo lo que
ella conoce. No podemos pensar en alguna cosa que no conozcamos. Solamente
podemos pensar en algo que conocemos.
Lo difícil para nosotros es que la mente no
prosiga en lo conocido. Y eso puede ocurrir tan sólo cuando la mente se
comprende a sí misma y entiende que todo su movimiento proviene del pasado
y se proyecta a través del presente hacia el futuro. Es un movimiento
continuo de lo conocido; y ese movimiento puede y debe cesar. Pero sólo
puede cesar cuando él mecanismo de su propio proceso ha sido comprendido,
sólo cuando la mente se comprende a sí misma y comprende su
funcionamiento, sus modalidades, sus propósitos, sus empeños, sus
exigencias ‑no sólo las exigencias superficiales sino los profundos
impulsos y móviles del fuero íntimo. Esta es una tarea sumamente ardua; no
es en una simple lectura de un texto o en una reunión, o en una
conferencia, o leyendo un libro, donde vamos a descubrir. Al contrario,
ello necesita vigilancia continua, constante captación de todo movimiento
del pensar, y no sólo en estado de vigilia, sino también durante el sueño.
Tiene que ser un proceso total, no un proceso parcial y esporádico.
Asimismo, la intención debe ser apropiada,
adecuada. Esto es, debe cesar la superstición de que, interiormente, todos
deseamos lo desconocido. Es una ilusión pensar que buscamos a Dios; no hay
tal. Nosotros no tenemos que buscar la luz. Habrá luz cuando no haya
oscuridad; y a través de la oscuridad no podemos encontrar la luz. Todo lo
que podemos hacer es remover esas barreras que crean oscuridad; y el
removerlas depende de la intención. Si la removemos con el propósito de
ver la luz, entonces nada removemos; sólo substituimos la oscuridad por la
palabra luz. Y hasta el hecho de mirar más allá de la oscuridad es huir de
la oscuridad.
No
tenemos, pues, que considerar qué es lo que nos impulsa sino por
qué hay en nosotros tal confusión, tanta agitación, lucha y antagonismo,
todas las cosas estúpidas de nuestra existencia. Cuando éstas no existen,
entonces hay luz y no tenemos que buscarla. Cuando la estupidez
desaparece, surge la inteligencia. Cuando el ser humano que es estúpido
trata de volverse inteligente, sigue siendo estúpido. La estupidez jamás
podrá ser transformada en sabiduría; sólo cuando cesa la estupidez hay
sabiduría e inteligencia. Pero es obvio que el ser humano que es estúpido
y trata de volverse inteligente, sabio, nunca podrá serlo. Para saber lo
que es la estupidez hay que penetrarla, no de un modo superficial sino
pleno, completo, profundo. Hay que penetrar todas las distintas capas de
la estupidez; y cuando se produce el cese de la estupidez, hay sabiduría.
De modo que resulta importante averiguar,
no si existe algo más que lo conocido, algo más grande que nos impulsa
hacia lo desconocido, sino ver qué es lo que en nosotros origina
confusión, guerras, diferencias de clases, “esnobismo”, búsqueda de
renombre, acumulación de conocimientos, evasión por medio de la música,
del arte y de tantas otras maneras. Es importante, por cierto, ver esas
cosas como son, y volver a nosotros mismos tal cuales somos. Y desde ahí
podemos proseguir. Entonces resulta relativamente fácil despojarse de lo
conocido. Cuando la mente está en silencio, cuando ya no se proyecta hacia
el futuro, deseando algo, cuando la mente está realmente serena, en una
paz profunda, lo desconocido se manifiesta. No tenemos que buscarlo. No
podemos atraerlo. Lo que podemos atraer es tan sólo aquello que conocemos.
No podemos invitar a un huésped desconocido; sólo podemos invitar a
alguien que conocemos. Pero no conocemos lo desconocido, Dios, la
realidad, o lo que sea. Ello debe advenir. Sólo puede llegar cuando el
campo está listo, cuando la tierra está labrada. Pero si preparamos el
terreno a fin de que aquello advenga, entonces no lo tendremos.
Así, nuestro problema no estriba en buscar
lo incognoscible, sino en comprender los procesos acumulativos de la
mente, la cual siempre es lo conocido. Y esa es una ardua tarea, requiere
atención, requiere una percepción, una captación constantes en la que no
haya sentido alguno de distracción, de identificación, de condenación; es
estar con lo que es. Sólo entonces puede la mente estar serena, quieta.
Ninguna clase de meditación o disciplina puede aquietar la mente, en el
verdadero sentido de la palabra. Sólo cuando la brisa cesa, el lago entra
en calma. No podemos aquietar el lago. Nuestra tarea no es, pues, la de
buscar lo incognoscible, sino la de comprender la confusión, la agitación,
la desdicha que hay en nosotros. Y entonces surge misteriosamente ese
“algo” en el que hay júbilo, dicha.