|
El principio
del fin
La mayor parte de
los itinerarios que se han escrito sobre el Camino insisten en que
Compostela y el sepulcro del Apóstol son la meta de la peregrinación.
Algunos nos permitimos dudarlo. En el proceso iniciático que debe suponer
esta ruta, Compostela es el instante crucial en el que el peregrino debe
pasar por la experiencia de la muerte –aunque sea la muerte del ser
sagrado cuya tumba ha venido a venerar-, para salir de ella resucitado a
una vida diferente, acorde con el conocimiento adquirido a lo largo de las
duras jornadas por las que ha pasado.
Toda la experiencia trascendente compostelana se concentra en la soberbia
catedral y en los elementos que la componen y que deben ser buscados,
analizados y asumidos por el peregrino. La catedral es un libro a medio
abrir, tal y como nos los muestran tantas figuras e imágenes como hemos
encontrado a lo largo de la Ruta, como avisándonos de esta circunstancia.
Allí, en el Pórtico de la Gloria, en el doble acceso de las Platerías, en
el deambulatorio o en las capillas, hay que mantener los ojos abiertos y
leer, contar, medir, relacionar y descubrir tantos secretos como
contienen. Si observamos a los ancianos apocalípticos del Pórtico,
deberemos descubrir quiénes portan matraces en sus manos y qué puesto
ocupan en el conjunto. Si observamos al rey David, tenemos que conocer el
ángulo que forma su cuerpo con la lira que sostiene entre las manos. Si
examinamos a ese personaje que llaman la Magdalena, tenemos que saber por
qué mantiene un cráneo el regazo. Debemos averiguar qué santos hablan con
qué otros y por qué, sentir el orden de las figuras en el Árbol de Jesé,
saber por qué hay leones a los pies de los patriarcas, adivinar el
parecido que muestran Santiago y el Salvador, quién es cada figura del
Pórtico y por qué está allí. Y sólo cuando hayamos encontrado respuestas a
nuestras preguntas sabremos qué se nos ha querido contar y qué se nos
indica hacer, ahora que hemos pasado las pruebas de la Iniciación Jacobea.
El peregrino debe penetrar en el templo por la Puerta de la Azabachería
(el azabache es negro de muerte), lo ha de recorrer leyéndolo con todo
amor y cuidado y salir por el acceso de las Platerías (la Plata es blanca
y brillante de vida). El peregrino, a su paso por el templo, se ha
iluminado, si ha sabido recorrerlo a conciencia.
Al salir, lo primero que ve, a los pies de la escalinata, es la soberbia
fuente de los caballos. Son equinos marinos que le invitan a seguir la
ruta hacia el mar. Ha visitado la tumba sagrada y ahora se le plantea
resucitar para la Gloria a la orilla del Mar Tenebroso y desconocido. No
debe dejar que pase esa oportunidad, pues el Camino no ha terminado.
Que abra más los ojos del océano. Que pase por Padrón, la antigua Iria
Flavia, para aprender los entresijos de la leyenda jacobea y su
significado. Que visite las rocas grabadas con petroglifos y las palpe
intentando traducirlas, que su mensaje le habrá de entrar por la yemas de
los dedos. Que se acerque a Noya y medite sobre aquellos cientos de
peregrinos que quisieron labrarse su propia losa sepulcral en el
cementerio de Santa María a Nova y grabar los signos de su iniciación en
lugar de su nombre. Que piense por qué se quedaron allí y se negaron a
regresar. Que medite por qué llaman arcas a los dólmenes que yacen
perdidos por el monte Barbanza. Que adivine por qué la tradición cuenta
que la ciudad de Noya fue el punto donde el patriarca Noé desembarcó
después del Diluvio.
Pero no se detenga allí, camine aún un trecho serpenteando hacia el norte,
siguiendo los meandros de las rías. Cruce el Ponte Nafonso y únase a la
devoción del sabio maestro pontífice que pasó toda su vida construyéndolo.
Medite sobre su tumba, a los pies de su obra. Lléguese luego a Muros y
bañe su mano en la pila bautismal que tiene grabada una serpiente en el
fondo de la copa. Observe las figuras casi siniestras del Cristo de Muros
y del de Finisterre, de los que se dice -¿y por qué no ha de ser verdad?-
que les crecen las uñas y los cabellos, porque ambos proceden del mar y
fueron pescados y expuestos a la devoción de las gentes como seres
momificados.
Allí, en aquel trecho de Costa de la Muerte, está la vida. Es la respuesta
a la pregunta que el peregrino lúcido se planteó al iniciar su camino en
las cumbres de Somport o de Roncesvalles. Tiene que llegar al extremo del
cabo de Finisterre y girar su mirada desde el Olimpo Céltico hasta más
allá de donde el mar y el cielo se confunden y el Sol se hunde entre ambos
para desaparecer en la noche.
Porque allí, si sabe buscarla, está la Respuesta.
|
|