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El acceso a
los páramos
Burgos fue –y en
cierto modo sigue siendo- estación de reposo peregrino. Su soberbia
catedral gótica da sombra a muchos albergues, entre los que sobresale el
Hospital del Rey. Pero fue también lugar de refugio inaccesible para
monjes y monjas que, en la cartuja de Miraflores o en Las Huelgas, vieron
a los peregrinos de lejos, sin involucrarse en su marcha y en sus
penalidades. La ciudad contó con numerosos estímulos, pero para los
viajeros fue, sobre todo, un lugar para aprovisionarse y reponer fuerzas
para afrontar los trechos más duros del Camino. De todos modos, el
peregrino curioso puede entretenerse rebuscando entre la profusa
ingeniería de la Catedral, donde podrá encontrar, a poco que se esfuerce,
los signos de aquellos saberes sagrados y secretos de los que dieron
muestra los grandes canteros del Medievo. Hasta puede encontrar la imagen
de un maestro alquimista, que podría haberse llamado David.
Aquí da comienzo una etapa extraña; un trecho donde escasean los grandes
signos. Pueden apreciarse, eso sí, detalles como un pequeño relieve
presidido por un Hermes desnudo pesador de almas (Hornillos del Camino) o
un gallo de hojalata que los vecinos de Rabé de las Calzadas cuelgan de su
fuente en un inconsciente culto íntimo al Sol de las corrientes gnósticas.
Hay que alcanzar las ruinas del convento de San Antón de Castrojeriz para
tropezarse de nuevo con las grandes claves. Este convento, que fue de
hermanos antonianos, dejó de cumplir sus funciones hace siglos y forma
parte de una granja por donde se han perdido la mayor parte de sus restos.
Los antonianos constituyeron una orden poco y mal conocida. Asumieron el
cuidado y la curación de los enfermos afectados por el fuego de San Antón,
porque este santo curó de este mal al padre de uno de sus fundadores.
Cabe especular sobre la posibilidad de que los hermanos de la Orden
vivieran experiencias derivadas de las propiedades del cornezuelo
responsable de la enfermedad y que, debido a esta circunstancia, todas las
noticias que se tienen sobre ellos derivan hacia el secretismo en que
vivieron y a su negativa pertinaz a permitir la entrada en sus conventos a
peregrinos que no estuvieran afectados por el mal. Su caridad se limitaba
a dejar comida en unos tornos, que los caminantes podían recoger al paso,
sin tener necesidad de llamar a las puertas del cenobio.
Ya en Castrogeriz, surge ante el peregrino el santuario de la Virgen del
Manzano, de la que Alfonso X cantó varios milagros en sus cantigas
gallegas. Y más adelante se encuentra la iglesia de San Juan, que fue de
templarios y muestra un soberbio óculo, auténtico mandala de meditación, y
un gran pentáculo invertido, que los furibundos defensores de la fe
tuvieron siempre como marca del Maligno.
Sigue el camino por caminos de trigales, cruza la raya de Burgos por un
puente de once ojos sobre el Pisuerga y, tras atravesar Itero del Castillo
y Boadilla del camino, con buenas piezas de arte antiguo, se alcanza
Frómista, poseedora de una de las piezas más perfectas de la arquitectura
románica: la iglesia de San Martín. Difícilmente puede concebirse un
monumento que parece un modelo a escala de lo que tendría que ser el
templo paradigmático. Lo único que inquieta es saber que este edificio,
que ahora se nos aparece exento y puede ser visto desde todos sus ángulos,
estuvo en su día rodeado de edificios que no permitían apreciar su
perspectiva. Hay que pensar que tal perfección fue, en cierto sentido,
mantenida en secreto, como si sus constructores hubieran intentado
esconderla a las miradas de la gente que no merecía aquel espectáculo. Hay
que tener también en cuenta que la mayor riqueza espiritual de la iglesia
reside en el significado de sus cientos de canecillos, la mayor parte de
los cuales resultan imposibles de distinguir a simple vista. Se cuenta
que, hace ya más de un siglo, cuando se emprendió la restauración del
monumento, el obispo de Palencia los revisó todos y ejerció su censura
sobre muchos que consideró altamente pecaminosos, obligando a que fueran
retirados y sustituidos por otros que mostraban escenas más acordes con la
moral y la ortodoxia de la Iglesia. Algunos se salvaron y pueden admirarse
hoy en el museo de Palencia, pero la riqueza de su significado se perdió
irremisiblemente.
A poco trecho se encuentra Villalcázar de Sirga, o Villasirga, como la
llaman algunos. La iglesia perteneció a una encomienda templaria, está
colocada en un lugar de alto poder energético y, además de una milagrosa
imagen de la Virgen, a la que Alfonso X dedicó varias de sus cantigas,
conserva el misterioso sepulcro de un caballero templario cuyo bulto fue
labrado con un ave de cetrería entre las manos. Lo curioso es que el
estudio de este sepulcro ha demostrado, al parecer, que en él nunca fue
enterrado nadie.
La inmediata localidad de Carrión de los Condes ofrece maravillas
arquitectónicas e imágenes cargadas de misterio, como es el caso de un
pequeño Cristo crucificado a un árbol que se puede ver en Santa María del
Camino. Pero se lleva la palma la fachada de la iglesia de Santiago, con
las más perfectas figuras del románico, donde el Pantocrátor se encuentra
rodeado por la figuras de los Veinticuatro Ancianos del Apocalipsis, que
representan oficios ejercidos en la Edad Media: forjador, ceramista,
músico, talabartero, carnicero... que supusieron en su tiempo el germen de
sociedades gremiales que llegaron a convertirse en motor de la vida de las
ciudades.
Se sale de Carrión para entrar en una comarca escasa en señales de
reconocimiento, de pueblos pequeños y humildes que alcanzan hasta el
límite de la provincia y penetran en León a la altura de San Nicolás del
Camino. Al poco trecho se encuentra el que fue uno de los hitos de la ruta
jacobea, Sahagún. Allí se nos descubre una arquitectura románica que ha
perdido la grandiosidad de la piedra labrada y se estructura en torno al
ladrillo, lo cual, pensando en el paso del tiempo, convierte aquel enclave
en una especie de vieja ciudad que nació en la provisionalidad. El calor
de la piedra ha desaparecido y los templos surgen como producto
precipitado del crecimiento de una urbe que se convirtió en una especie de
centro de intercambio y de auxilio al peregrino que venía de un páramo
inhóspito e iba a penetrar en otro todavía más terrible. Sólo el
monasterio de San Pedro de las Dueñas, situado cinco kilómetros al sur de
la ciudad, restablece el contacto con la piedra y nos recupera
parcialmente un mundo mítico, legendario y simbólico a la vez, que lleva
tiempo sin aparecer a lo largo del Camino.
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