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El
trecho carolingio
Los peregrinos procedentes de París y Orleáns, de Vézelay y de Le Puy
entraban en tierras pirenaicas peninsulares por el collado de
Roncesvalles. Era ésta una ruta de connotaciones casi políticas, llena de
recuerdos míticos para los peregrinos franceses. Allí, en los primeros
tramos, se rinde homenaje al Emperador de la Barba Florida, se recuerda a
sus pares –Roldán, Oliveros, Turpin- y se dice que allí, en el llamado
Silo de Carlomagno, fueron enterrados todos los héroes que murieron a
manos de los navarros en la célebre batalla.
Luego, sin embargo, las tornas van cambiando. Y sigue apareciendo el
mítico Roldán, pero ya no es el par de Francia, sino un personaje de la
mitología vasca, Errolán, un gentil de los tiempos míticos que, con su
fuerza sobrehumana, lanzaba piedras a kilómetros de distancia, intentando
aplastar pueblos enteros que siempre se salvaban porque el tiro se le
quedaba corto. Por allí surgen esas piedras de Roldán, que no son sino
enormes menhires tumbados, que unas veces señalan la longitud de su paso,
o el de su mujer, o el de su hijo, y otras se muestran como la piedra con
la que el forzudo trató de destruir éste o aquel pueblo.
Se
trata de una comarca marcada por el recuerdo constante de brujas que
celebraban sus aquelarres por aquellas llanadas entre los montes, una
tierra donde las leyendas giran en torno a los puentes peregrinos, a
muchos de los cuales se les atribuyen virtudes mágicas, como el cuidado
del ganado que pasa por debajo de sus ojos. Los cronistas, primeros
historiadores del Camino, como Aymeric Picaud, ponían en guardia a los
viajeros contra el salvajismo de aquellos navarros que recurrían
seguramente a artes diabólicas para romper la resistencia de la
retaguardia carolingia en la jornada de Roncesvalles y que estaban siempre
listos para envenenarles los caballos y apoderarse de sus pertenencias.
Así alcanzaba el peregrino Pamplona, la primera ciudad importante del
Camino, con buenas posadas y pocos recuerdos de auténtica trascendencia
para quien buscaba iniciaciones. El Camino sigue, atravesando la ciudad,
hacia el llamado Alto del Perdón (donde un peregrino de libró
valientemente de las acechanzas de Satanás), pero el viajero curioso, el
que buscaba su sentido a cada milla de la calzada, podía desviarse poco
antes para visitar la cercana iglesilla de Gazolaz, a la derecha de la
ruta, donde se encontraba con una más que curiosa amalgama de figuras
grabadas en la piedra que parecen emerger de entre la labra como fantasmas
líticos de formas caprichosas.
Siguiendo por aquellas trochas se llega al lugar de Eunate y Obanos donde
se unían los caminos navarro y aragonés. Cerca se levanta la ciudad de
Puente la Reina, que fue encomienda de templarios y cuya iglesia del
Crucifijo guarda un Cristo renano del siglo XIV que dicen fue depositado
allí por peregrinos alemanes. Curioso crucifijo que muestra al Salvador
clavado a una horquilla de árbol en forma de Y griega... o tal vez de Pata
de Oca, signo distintivo de logias de constructores y de pueblos malditos
como los agotes, que pululaban por aquí marginados por la población
autóctona.

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