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Por los caminos de la Brujería.

El viraje que hizo la Inquisición en el siglo XV, dando entrada en sus actas a Satán y a la brujería, extremó aún más un sistema ya de por sí refinado, pero no varió esencialmente nada. Por simple denuncia, los acusados eran encarcelados y sometidos a juicio. Las pruebas eran siempre circunstanciales... pero la mayor parte de las veces definitivas a los ojos del jurado. Cualquier indicio, por nimio que fuera, era identificado como un signo demoníaco. Una de las acciones más perseguidas era el pretendido hechizo maligno contra otra persona. Cualquier enfermedad de síntomas no identificables era diagnosticada por los médicos como obra de hechicería... y se buscaba inmediatamente al brujo o bruja causante de la tropelía. L. De Gérin-Ricard, en su famosa "Histoire de l’Occultisme", da una relación completa de los extremos que eran considerados médicamente como obra de brujería. Creemos sumamente interesante citarlos aquí:

-Si la enfermedad es tal que los médicos no la pueden descubrir ni conocer.

-Si aumenta en vez de disminuir, a pesar de haberse procurado todos los medios posibles.

-Si, desde el comienzo, presenta grandes síntomas y dolores, contra lo acostumbrado en otras enfermedades, que crecen poco a poco.

-Si es inconstante y variable en sus días, sus horas, sus períodos, y además que tenga en efecto muchas cosas diferentes de las naturales, aunque en apariencia se muestre semejante.

-Si el paciente no puede decir en qué parte del cuerpo siente el dolor, aunque esté muy enfermo.

-Si lanza suspiros tristes y desgarradores sin ninguna causa legítima.

-Si pierde el apetito y vomita lo que ha tomado de carne; si tiene el estómago como encogido y apretado y que le parezca tener dentro algo pesado o bien si siente en él algún trozo que sube hacia el esófago y luego vuelve a su lugar primitivo, y que no pueda tragar, cuando está en la parte superior, así como si por sí mismo desciende súbitamente.

-Si siente calores punzantes y otros pinchazos agudos en la región del corazón, de tal forma que prefiera que éste se le parta en pedazos.

-Si se le ven las arterias latir y temblar alrededor del cuello.

-Si está atormentado por algún cólico de dolor vehemente de los riñones, o si tiene acerbas punzadas en el ventrículo; o también si siente un viento frío o caliente exagerado recorrerle el vientre u otra parte del cuerpo.

-Si se vuelve impotente para el oficio de Venus.

-Si tiene algún sudor ligero, incluso durante la noche, cuando el aire es bastante frío.

-Si tiene los miembros y partes del cuerpo como ligados.

-Si llegan a faltarle fuerzas por todo el cuerpo, con suma languidez. Si siente la cabeza pesada y se complace en decir simplezas, como les sucede a los melancólicos. Si está afligido por varias clases de fiebres que no llegan a explicarse los médicos. Si tiene movimientos convulsivos que le hagan parecerse a los atacados por el mal caduco. Si sus miembros se ponen rígidos por forma de convulsión o espasmo. Si todas las partes de la cabeza se le hinchan, o si está con tal lasitud que no se puede casi mover. Si se pone de color amarillo y ceniciento por el cuerpo, pero principalmente por la cara. Si tiene los párpados tan apretados que pueda apenas abrir los ojos, y sin embargo que tenga los ojos muy claros y transparentes. Si tiene los ojos extraviados. Si le parece ver algún fantasma o nube.

-Si no puede mirar al sacerdote fijamente o que le cueste trabajo y dificultad mirarle. Si el blanco de los ojos le cambia diversamente.

-Si se trastorna, se asusta, o recibe algún cambio notable cuando el que es sospechoso de haberle pasado el mal entra en el lugar donde está.

-Finalmente, si cuando para la cura del mal el sacerdote habrá aplicado algunos ungüentos sagrados en los ojos, en los oídos, en la frente o en otras partes del cuerpo, estas partes llegan a transpirar o presentar algún otro cambio.

Ante la naturaleza de estos "indicios", en muchos de los cuales pueden reconocerse enfermedades y trastornos hoy sobradamente conocidos, uno no puede extrañarse de que se cometieran un sinnúmero de errores y aberraciones. El miedo al demonio podía muchas veces más que la cordura, y se prefería condenar a un inocente antes que dejar la posibilidad de que un culpable escapara sin castigo. Se creía demonio omnipotente en el arte de engañar a los inquisidores, y muchas pruebas presentadas a favor de los acusados eran rechazadas inmediatamente, considerándolas "engaños diabólicos". Michelet, en su obra "La bruja", cita el caso de una mujer que es acusada por la Inquisición de haber extraído del cementerio es cadáver de un niño para hacer uso de él en sus pociones mágicas. El marido, para demostrar su inocencia, exige que sea exhumado la tumba. Se realiza esto, y el cuerpo del niño aparece intacto dentro de su ataúd. Pero el juez no variará por ello su opinión: el diablo lo puede todo, dice, el cuerpo del niño no está dentro del ataúd, todo es una ilusión infernal. La mujer es condenada a la hoguera.

Cualquier detalle inexplicable en la conducta de una persona puede ser obra del diablo. Los locos, los epilépticos, son endemoniados, y como tales han de ser exorcizados. Cuando el exorcizador no podía arrojar al diablo del interior del cuerpo poseído, daba rápidamente la explicación: no era uno, sino varios los diablos que poseían el cuerpo de aquel infeliz, y de este modo todos sus esfuerzos eran inútiles. No quedaba más solución que librar al desgraciado pasándolo por la hoguera.

Una de las pruebas básicas en que se fundaron durante mucho tiempo los juicios contra los brujos fue la "marca de Satanás". En principio, la marca de Satanás podía ser cualquier cosa: un grano, una verruga, una antigua cicatriz, una peca... algo que pudiera ser tomado como la marca infamante dejada por el diablo como signo de su posesión sobre la persona del brujo. Más tarde se descubrió un nuevo refinamiento a esta "marca": la "marca de Satanás" era un punto en el cuerpo del pretendido brujo, la mayor parte de las veces invisible al ojo desnudo, pero que tenía la propiedad de ser insensible al dolor. De este modo, para probar si tenían en su cuerpo la "marca de Satanás", los inquisidores desnudaban al reo y, con ayuda de un fino punzón, iban pinchando las diferentes partes de su cuerpo hasta descubrir la marca infamante. ¿La descubrían realmente? Casi siempre... ya que hoy sabemos que algunos puntos de la epidermis humana son relativamente insensibles al dolor, y que el pinchazo de una afilada aguja no causará reacción en nosotros... sobre todo si han estado pinchándonos anteriormente en otras partes más sensibles. El hallar el punto insensible era sólo cuestión de suerte y paciencia. Así, muchos reos fueron condenados como cómplices de Satanás solamente por la existencia de esta prueba, cuya validez sería discutida hoy por cualquier jurisconsulto.

 

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