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El amor consciente
Amar al Universo y a todo lo creado: ése es el sentimiento más perfecto
que puede brotar de los lazos que unen a dos personas. El amor debe
trascender de la propia individualidad de la pareja y recorrer una serie
de etapas que culminen con la apertura del corazón.
Generalmente, solemos considerar que las relaciones íntimas son adecuadas
cuando satisfacen nuestras necesidades de amistad, seguridad, sexo y
autoestima. Sin embargo, si aspiramos a convertir nuestras relaciones en
un sendero -en un sendero sagrado- nos veremos obligados a ampliar nuestra
perspectiva y a asumir una visión más comprensiva que, incluyendo todas
esas necesidades, no se halle, sin embargo, circunscrito a ellas. Nuestro
tema tiene que ver con el cultivo del amor consciente, de ese amor que
puede inspirar el desarrollo de una conciencia más expandida y la
evolución de las personas implicadas. Sin embargo, no debemos mostrarnos
demasiado idealistas porque las relaciones íntimas nunca funcionan a un
solo nivel. Vivimos simultáneamente en diferentes niveles y cada uno de
ellos tiene sus propias necesidades concretas.
Niveles de conexión
El vínculo más primario que podemos encontrar en la pareja es la necesidad
de una fusión simbiótica originada en el deseo de alcanzar el alimento
emocional del que carecimos en nuestra infancia. Obviamente, esto es algo
por lo que atraviesan muchas parejas que, cuando acaban de conocerse,
atraviesan una fase simbiótica que les lleva a cortar temporalmente otras
actividades o amistades y a pasar la mayor parte del tiempo juntos. El
estadio simbiótico de una relación puede así contribuir a que ambas
personas lleguen a establecer un profundo vínculo emocional. No obstante,
si la simbiosis se convierte en la principal motivación de la relación o
si perdura demasiado tiempo, termina convirtiéndose en un factor limitador
que establece una dinámica paternofilial que limita el rango de expresión
e interacción de ambas personas, destruye los roles masculinos y femenino
de la relación y termina creando pautas de comportamiento adictivas. Más
allá de la necesidad primitiva de fusión simbiótica, el deseo fundamental
que aparece en una relación es el de compañerismo, un deseo que puede
asumir formas más o menos sofisticadas. El compañerismo constituye un
ingrediente esencial de toda relación pero ciertas personas, sin embargo,
parecen no desear nada más de su pareja. Otro nivel posterior de relación
es el que se establece en el caso de que los amantes no sólo compartan las
actividades y la compañía del otro sino que también tengan intereses,
objetivos y valores parecidos. Así pues, cuando una pareja comienza a
crear un mundo común podemos afirmar que ambos se adentran en el nivel de
la comunidad, un tipo de relación que, al igual que el compañerismo,
constituye una forma terrenal y concreta de relación. Sin embargo, más
allá del hecho de participar de los mismos valores e intereses del otro,
se encuentra el nivel de la comunicación, un nivel en el que somos capaces
de compartir todo aquello que ocurre en nuestro interior, es decir, todos
aquellos pensamientos, expectativas, experiencias y sentimientos.
Comunión del alma
Establecer una buena comunicación es una tarea mucho más difícil que
tratar simplemente de crear una situación de compañerismo o de comunidad.
Este nivel requiere que cada miembro de la pareja sea totalmente sincero
al expresar lo que ocurre en su interior y tenga el valor suficiente como
para superar los inevitables obstáculos que aparecen ante cualquier
intento de compartir dos verdades diferentes. La buena comunicación es,
con toda certeza, el elemento más importante de cualquier relación
cotidiana sana. Un nivel todavía más desarrollado de la comunicación es la
comunión. Más allá del hecho de compartir los pensamientos y los
sentimientos existe el reconocimiento profundo del ser de otra persona, un
reconocimiento que suele descubrirse en el silencio, tal vez mientras
miramos a los ojos de nuestra pareja, estamos haciendo el amor, paseando
por el bosque o escuchando música. Es como si, de pronto, nos sintiéramos
percibidos y conmovidos en aquel núcleo profundo del ser que trasciende a
la personalidad. Seguimos siendo plenamente nosotros mismos pero, al mismo
tiempo, estamos completamente en contacto con nuestra pareja. Este tipo de
relación es tan extraño y sorprendente que no suele pasar desapercibido.
Por otra parte, aunque la comunicación pueda ser fruto de un trabajo
deliberado, la comunión, por su parte, es completamente espontánea y se
encuentra más allá de nuestra voluntad. La comunicación y la comunión son
formas de intimidad más profundas y sutiles que la compañía y la comunidad
y tiene lugar, respectivamente, en el nivel de la razón y en el de
corazón. La profunda intimidad de la comunión puede alimentar el anhelo a
superar completamente la dualidad, una aspiración, en definitiva, por
lograr la unión completa con la persona amada. No obstante, aunque este
anhelo expresa una necesidad auténticamente humana, se dirige en realidad,
hacia lo infinito, lo absoluto y lo divino. Pero cuando este deseo de
unión definitiva permanece ligado a una relación concreta suele terminar
creando problemas y reduciendo nuestra aspiración por la realización
espiritual a la idealización, la inflación, la adicción y la muerte. La
forma más adecuada de orientar nuestra aspiración hacia la unión consiste
en una práctica espiritual auténtica -como la meditación, por ejemplo- que
nos enseñe a ir más allá de la mente dicotómica en todas las áreas de
nuestra existencia. Así pues, aunque apunte en esta dirección, las
relaciones íntimas pueden alentar este tipo de práctica pero jamás pueden
llegar a sustituirla. Toda relación tiene áreas, más o menos intensas, a
lo largo de este continuo de conexión.
Corazón herido
Las parejas que comparten una relación profunda de ser a ser, que
mantienen un buen nivel de comunicación, que tienen intereses y valores
comunes y que disfrutan naturalmente de la compañía del otro, logran
establecer un equilibrio ideal entre el cielo y la tierra, por así
decirlo. (La sexualidad, por su parte, puede operar en cualquiera de estos
niveles: como una forma de unión simbiótica, como compañía corporal, como
un ejercicio compartido, como una forma de comunicación o como una
comunión profunda.) El amor consciente sólo aparece cuando ambas personas
logran establecer una comunión esencial que trasciende a la personalidad.
En esos momentos de comunión, estamos simultáneamente en contacto con
nuestra propia esencia y con la esencia de nuestra pareja y, sin embargo,
seguimos siendo individualidades separadas. Por más próximos que nos
hallemos nunca podremos llegar a compartir plenamente nuestros mundos ni a
saber del todo cómo son las cosas para la otra persona. Así pues, aunque
podamos compartir ciertos momentos fugaces de unidad en los que nuestra
esencia permanece en contacto, la unión completa siempre estará fuera de
nuestro alcance. Ahora bien, no existe modo alguno de retener a otra
persona ni de poder utilizar la relación como una forma de escapar de la
soledad. Nuestra pareja es sólo un préstamo temporal que nos concede el
universo, un préstamo que ignoramos cuándo se nos reclamará. En el fondo
de la devoción a otra persona anida la dulce y melancólica plenitud de un
corazón que sólo anhela desbordarse. La soledad es, a fin de cuentas, lo
que nos impulsa a salir de nosotros mismos. Por consiguiente, no es
necesario que nos aislemos porque la soledad, como simple presencia, es lo
que compartimos con todas las criaturas de la tierra, es el trasfondo del
que brotan todos los tesoros: un anhelo desbordante que nos hace salir de
nosotros mismos, escribir un poema, componer una canción o crear algo
hermoso. Cuando valoramos nuestra soledad podemos ser nosotros mismos y
entregarnos más plenamente. Entonces ya no necesitaremos que los demás nos
protejan o nos hagan sentir bien sino que, en lugar de eso, estaremos en
condiciones de ayudarles para que sean ellos mismos. El amor consciente
sólo puede brotar como el fruto maduro de un corazón herido. Todas las
tradiciones espirituales coinciden en afirmar que la persecución exclusiva
de nuestra propia felicidad no conduce a la verdadera satisfacción porque
los deseos personales se multiplican de continuo generando nuevas
frustraciones. La verdadera felicidad -la que nadie puede arrebatarnos-
emana de la apertura de nuestro corazón, de su proyección hacia el mundo
que nos rodea y se complace con el bienestar de nuestros semejantes. Si
queremos preocuparnos por el desarrollo y la evolución de las personas a
las que amamos es necesario poner en funcionamiento las capacidades más
profundas de nuestro ser y evolucionar nosotros mismos. La evolución exige
la puesta en marcha de todas nuestras cualidades. Así pues, todas las
dificultades propias de la relaciones constituyen, en realidad, una
oportunidad excepcional: descubrir el camino sagrado del amor cuya llamada
nos alimenta a cultivar la plenitud y la profundidad de nuestro ser.
La otra orilla del amor
El logro más elevado del amor, el amor consciente, encamina a los amantes
más allá de sí mismos y les lleva a conectar plenamente con la totalidad
de la vida. En realidad, el verdadero amor carecerá de espacio para
desarrollarse hasta el momento en que se proyecte hacia el exterior. El
punto más elevado de la relación amorosa apunta al logro de un sentimiento
de hermandad con toda forma de vida, lo que Teihard de Chardin denominaba
"amor por el Universo". Sólo de este modo podrá el amor -como afirmaba
Teihard- "convertirse en luz y poder ilimitados". El sendero del amor se
propaga en círculos. Comienza en el hogar encontrando nuestro sitio,
haciéndonos amigos de nosotros mismos y descubriendo que, bajo la
confusión y el engaño de nuestro propio egoísmo, se esconde la riqueza
intrínseca de todo nuestro ser. Cuando llegamos a establecer contacto con
esta plenitud fundamental que anida en nuestro interior descubrimos que
tenemos mucho más que ofrecer a nuestra pareja de lo que anteriormente
imaginábamos. Cuando dos personas se preocupan por el desarrollo de la
consciencia y el espíritu de su pareja, tienden naturalmente a compartir
su amor con los demás. Y, de este modo, las nuevas cualidades emergentes
-la generosidad, el coraje, la compasión y la sabiduría, por ejemplo- se
extienden más allá del círculo de su propia relación. Estas relaciones son
el "hijo espiritual" de la pareja, lo que su unión puede ofrecer al mundo.
Una pareja florecerá, pues, cuando su visión y su actividad no se centre
exclusivamente en ellos mismos sino, por el contrario, cuando sean capaces
también de incluir a la comunidad de la que participan. Pero, como señala
Teihard de Chardin, el amor entre dos personas puede expandirse todavía
más. Cuanto más profundo y apasionantemente se ame una pareja mayor será
su preocupación por el estado del mundo en el que viven, más conectados
estarán con el planeta y, en consecuencia, se ocuparán de cuidar del mundo
y de todos los seres que necesiten ayuda. El logro máximo y la más plena
expresión del amor se alcanzan cuando éste llega a abarcar a toda la
creación enriqueciendo y fortaleciendo entonces, a su vez, la vida de la
pareja. Éste es el gran amor y el gran camino que nos conduce hasta el
mismo corazón del Universo.
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