La
sensualidad es la facultad de reaccionar ante los valores sexuales del
cuerpo, objeto posible de gozo; el deseo carnal es tendencia permanente de
la concupiscencia, provocada por la reacción de la sensualidad.
La
sensibilidad y la afectividad dan materia al amor, crean en la interioridad
de la persona, y entre las personas, hechos y situaciones favorables para el
amor, pero que no son el amor. Llegan a serlo gracias a la integración,
porque se encuentran elevados al nivel de las personas cuyo valor es
recíprocamente afirmado. Sin ello, estos hechos sociológicos nacidos en la
sensualidad o en la afectividad podrían fácilmente hacerse materia de
pecado.
La
exhuberancia afectiva debida a la sensualidad puede disimular la falta de
verdadero amor. El amor se desarrolla gracias a la profundidad de la actitud
plenamente responsable de una persona respecto a otra, mientras que la vida
erótica no es más que una reacción de la sensualidad y la afectividad.
También se debe examinar la posibilidad de no integración del amor. Este es
un estado erótico que tiene una base sensual y sentimental insuficiente para
alcanzar el nivel de las personas: subdesarrollo ético del amor.
Las
manifestaciones de sensualidad o afecto respecto a una persona de sexo
opuesto, nacidas y desarrolladas con mayor rapidez que la virtud, no son el
amor. Sin embargo, muchas veces se las toma por amor.
Para el bien del amor, para la realización de su esencia en cada una de las
personas y entre ellas, hay que saber librarse de todo erotismo.
La
palabra castidad contiene la eliminación de todo aquello que mancha. Es
necesario que el amor sea transparente: todo acto que lo manifieste ha de
dejar ver el reconocimiento de la persona.
El
amor suprime la relación de sujeto a objeto reemplazándola por una unión de
las personas en las que sus voluntades se unen porque desean el mismo bien
considerado como un fin, sus sentimientos se fusionan porque experimentan en
común los mismos valores. Cuanto más profunda y madura sea esta unión, tanto
más el hombre y la mujer sentirán que son un sólo sujeto de acción.
Las
reacciones de la sensualidad siempre están orientadas hacia el placer y por
el cuerpo y el sexo. Estos son los objetivos de la concupiscencia y del amor
carnal. Buscar satisfacción y deleite. Tan pronto como lo ha obtenido, toda
actitud del sujeto respecto del objeto termina y el interés desaparece hasta
el momento en el que el deseo despierte de nuevo. La sexualidad se agota en
la concupiscencia. Aquí existe un grave peligro de naturaleza moral. El
deseo carnal cambia el objeto del amor, sustituye con "el cuerpo y el sexo"
de una persona a la persona misma. Los valores de la persona, tan esenciales
en el amor, son reemplazados por los valores sexuales que se han convertido
en centrales.
La
concupiscencia conduce hacia un "amor" que no es tal sino un erotismo que no
tiene como fondo más que el deseo sensual y su satisfacción, hacia un amor
que se detiene en el cuerpo y en el sexo y que no llega a la persona, un
amor, por lo tanto, no integrado. Es una deformación del amor y un
despilfarro de sus materiales, pues la sensualidad suministra materia al
amor, pero es la voluntad el que lo produce. Sin ella no hay amor. Lo que sí
aparece es la actitud utilitaria respecto de la persona que viene a ser
objeto de placer.
La
afectividad es, de alguna manera, una protección natural contra la
concupiscencia del cuerpo, porque es la facultad de reaccionar ante los
valores sexuales ligados a las personas de sexo opuesto, es decir, a la
feminidad o masculinidad, y no a los valores del cuerpo en cuanto a objeto
posible de gozo. El amor afectivo parece tan puro que toda comparación con
la pasión sexual parece degradarlo pero, no es todavía el amor.
La
integración del amor exige que el hombre de forma a sus reacciones sensuales
y afectivas afirmando el valor de la persona y dando vida a una verdadera
unión de éstas.
Así,
el sentimiento desvía nuestra mirada de la verdad, reemplaza los hechos
objetivos y sus principios y se convierte en criterio de valor de los actos,
que son "buenos" si así los siento. Al final, el placer llega a ser el único
valor y la base de toda apreciación; resulta confusión y pérdida no sólo de
la esencia del amor sino también del carácter erótico, pues la sensualidad y
la afectividad suministran materia al amor, es una desvirtuación del proceso
objetivo del amor en las personas.
El
egoísmo se concentra únicamente en el "yo" del sujeto y busca la manera de
realizar su propio bien sin preocuparse del de los otros; excluye el amor
porque excluye el bien común y la reciprocidad. Todo lo que una persona
egoísta puede desear es el placer del otro "a parte" o "a condición" del
suyo propio. No ha de considerarse el placer como un mal, en sí mismo es un
bien (como todo lo creado por el Padre) sino que el mal moral está en la
orientación de la voluntad hacia el mero placer. "Lo que es" no es malo,
pero puede ser mala la voluntad que ejercemos con respecto a "lo que es".
El
placer es fruto de las aspiraciones a la afirmación del otro; y sin embargo
no debería ser el fin principal de esas aspiraciones. El hecho de elevar ese
fruto a rango de fin principal es un acto de egoísmo. Este egoísmo no sólo
hace daño a la persona objeto del "amor" rebajándola al nivel de medio para
la obtención de un fin, sino que también dificulta al sujeto de la acción la
consecución de la felicidad plena. Ya que la felicidad se logra a través
de la entrega en el amor hasta perderse. (Si el grano de trigo no muere
se queda sólo, si muere dará mucho fruto). Por esta razón es moralmente
incorrecto tanto someter a otras personas a la búsqueda de nuestro placer,
como buscar para el otro un bien tal que no respete la dignidad de la
persona.
El
verdadero bien de la persona no se identifica únicamente con el placer sino
que es difícilmente calculable; existe el peligro de preferir bienes
"calculables" a aquellos cuya realización requiere en ocasiones mucho tiempo
y sacrificio, como la plena realización de la persona a través del amor
recíproco de los esposos. Este amor es digno y glorioso cuando tiene como
fin la felicidad plena de la otra persona y no sólo una simple
multiplicación de placeres y evitar disgustos.
El
deber del ser humano es amar. La verdad sobre el pecado original explica ese
mal fundamental y universal que nos impide amar simple y espontáneamente,
transformando el amor de la persona en deseo de gozo.
Ni la
sensualidad ni la concupiscencia del cuerpo son un pecado en sí mismas,
porque sólo puede ser pecado un acto voluntario, consciente y consentido, ya
sea una acción interior o exterior. El pecado de la concupiscencia de cuerpo
comienza con la actitud pasiva de consentimiento. Nadie puede autoexigirse
que las reacciones de la sensualidad no se manifiesten en él ni que cedan
desde que la voluntad rehúsa el consentir, incluso opone su repulsa. Esto es
importante para la práctica de la virtud de la continencia. "No querer" es
diferente de "no sentir" o "no experimentar".
El
pecado surge cuando el sujeto rehúsa subordinar el sentimiento a la persona
y el amor, y de que, en cambio, lo subordina al sentimiento y al placer.
Éste es el llamado "amor culpable". El peligro de este amor reside en una
ficción, a saber, que en el momento en que es experimentado y, antes de toda
reflexión, no es vivido como "culpable" sino sobre todo como "amor".
La
voluntad conduce al pecado cuando está mal orientada, cuando se deja guiar
por una falsa concepción del amor.
"Es
bueno lo que es agradable". La tentación del placer reemplaza entonces a la
visión de la verdadera felicidad.
El
pecado es una violación del bien verdadero. En el amor entre el hombre y la
mujer este bien es, sobre todo, la persona, no los sentimientos en sí mismos
ni, menos todavía, el placer por sí mismo. Éstos son bienes secundarios, los
cuales no bastarían por sí solos para construir el amor, en cuanto unión
durable entre personas.
Existen en el ser humano fuerzas irracionales que le permiten subjetivar no
sólo sus visiones teóricas sobre la felicidad (creencias) sino en particular
sobre la manera práctica de mantenerse en ella, y que abren así el camino
para los egoísmos que desintegran y destruyen el amor humano.
Un
examen profundo demuestra la falta de esencia moral del amor en lo que
muchas veces se llama "manifestación del amor", incluso "amor", y que, a
pesar de las apariencias, no es sino una forma de placer de la persona. De
ahí proviene el grave problema de la responsabilidad en lo que al amor y a
la persona se refiere.
El
deber de la voluntad es el de protegerse contra las fuerzas desintegradoras
del "amor malo". El buen amor de uno puede transformar el amor malo del
otro, así como el amor malo de uno puede envilecer el bueno.
No
puede comprenderse el significado de la virtud de la castidad más que a
condición de ver en el amor una función de la actitud recíproca de las
personas, que tienden a su verdadera unión.
Los
movimientos sensuales que tienden a los bienes sensibles han de estar
subordinados al entendimiento; tal es el papel de la templanza. Si el hombre
carece de esta virtud, la voluntad puede ceder fácilmente a los sentidos y
pretender como fin solamente lo que ellos tienen por bien y desean. La
virtud de la templanza ha de defender al ser racional contra semejante
adulteración.
La
virtud de la castidad es una aptitud para dominar los movimientos,
reacciones de concupiscencia. No puede comprenderse la castidad más que con
relación a la virtud del amor. Ella tiene la misión de liberar el amor de la
actitud de gozo. Esta actitud resulta no tanto de la sensualidad o la
concupiscencia del cuerpo cuanto del subjetivismo del sentimiento, y sobre
todo del subjetivismo de los valores que se enraíza en la voluntad y crea
condiciones propicias al desarrollo de diferentes egoísmos (de los
sentimientos y de los sentidos).
Tales
son las disposiciones para el "amor culpable", que entraña bajo las
apariencias del amor la actitud de gozo. La virtud de la castidad, cuyo
papel consiste en libertar el amor, ha de controlar no sólo la sensualidad y
la concupiscencia del cuerpo, sino también, y aún más, la de los centros
internos del ser humano, en los cuales nace y se desarrolla la actitud de
gozo. Para llegar a la castidad es indispensable vencer en la voluntad todas
las formas de subjetivismo y todos los egoísmos que ellas encubre: cuanto
más camuflada está en la voluntad la actitud de gozo, tanto más peligrosa
es; al amor culpable raramente se le llama culpable sino amor, así quiere
imponer, a sí mismo y a los otros, la convicción de que es así y no de otra
manera. Ser casto, puro, significa tener una actitud transparente respecto
de la persona de sexo diferente. La castidad es la transparencia de la
interioridad, sin la cual el amor no es amor y no lo será hasta que el deseo
de gozar esté subordinado a la disposición para amar en todas las
circunstancias.
No es
necesario que esta transparencia de la actitud respecto de la persona de
sexo opuesto consista en rechazar hacia lo subconsciente los valores del
cuerpo o el sexo en general, o en hacer creer que no existen o son
inoperantes. A menudo se entiende la castidad como un freno ciego de la
sensualidad y los impulsos carnales, que rechaza los valores del cuerpo y el
sexo confinándolo en el subconsciente, donde aguardan ocasión para explotar.
Ésta es una falsa concepción de la castidad. Muchas veces se piensa que la
virtud de la castidad tiene un carácter puramente negativo, que no es más
que una serie de negativas. Por el contrario, se trata de un "sí" del que
enseguida resultan los "noes". El desarrollo insuficiente de la castidad se
traduce en que se tarda en afirmar el valor de la persona y se deja la
supremacía a los valores del sexo, los cuales, al apoderarse de la voluntad,
deforman la actitud respecto a la persona de sexo opuesto. La esencia de la
castidad consiste en no dejarse "distanciar" del valor de la persona y en
realzar a su nivel toda reacción ante los valores del cuerpo y el sexo. Ello
exige un esfuerzo interior y espiritual considerable, porque la afirmación
del valor de la persona no puede ser más que el fruto del espíritu. Lejos de
ser negativo y destructor, este esfuerzo es positivo y creador desde dentro.
No se trata de destruir los valores del cuerpo y el sexo en la conciencia
rechazando su experiencia y confinándola en el subconsciente, sino de
realizar una integración duradera y permanente: los valores del cuerpo y el
sexo han de ser inseparables del valor de la persona.
La
castidad verdadera no puede conducir al menosprecio del cuerpo ni al
desprecio del matrimonio y la vida sexual. No se puede reconocer ni
experimentar plenamente el valor del cuerpo y del sexo más que a condición
de haber realzado estos valores al nivel del valor de la persona. De modo
que únicamente un hombre y una mujer castos serán capaces de experimentar
un verdadero amor. La castidad suprime en sus relaciones y en su vida
conyugal la actitud de gozo, que es contrario al amor y por eso mismo,
introduce en estas relaciones una disposición enteramente particular para
amar. Los seres humanos, los hombres de manera un poco diferente que las
mujeres, han de progresar interiormente para llegar a ese amor puro, han de
madurar para poder apreciar su sabor. Porque toda persona marcada con la
concupiscencia del cuerpo tiende a encontrar el sabor del amor sobre todo en
la satisfacción de la concupiscencia. Por esta razón, la castidad es una
virtud difícil y cuya adquisición requiere tiempo; es necesario aguardar sus
frutos y la alegría de amar que ella debe aportar. Pero es la vía verdadera
e infalible que conduce a este gozo.
La
castidad no conduce en modo alguno al desprecio del cuerpo, pero sí que
implica cierta humildad, la debida actitud de humildad respecto de toda
verdadera grandeza, sea "mía" o no. El cuerpo humano ha de ser humilde ante
la grandeza de la persona, porque ésta es la que da medida al ser humano y
ante la grandeza del amor, ha de subordinarse a ella y, la castidad es lo
que conduce a esta sumisión.
El
cuerpo humano ha de ser humilde en presencia de la felicidad humana.
(Cuántas veces pretende ser el único poseedor de la llave de su misterio! Si
así fuere, la felicidad se identificaría con la voluptuosidad, con la suma
de gozos que el cuerpo y el sexo proporcionan en las relaciones entre el
hombre y la mujer.
¡Cuánto impide esta concepción superficial de la felicidad que se vea que el
hombre y la mujer pueden y deben buscar su felicidad temporal, terrestre, en
una unión duradera de las personas, en una afirmación profunda de sus
valores! Con mayor razón, el cuerpo, si no es humilde, y subordinado a la
verdad integral acerca de la felicidad humana, puede oscurecer su visión
suprema: la unión de la persona humana con el Dios-persona: "Bienaventurados
los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios".
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